«En aquel tiempo, se puso Jesús a recriminar a las ciudades donde habla hecho casi todos sus milagros, porque no se habían convertido: “¡ Ay de ti, Corozaín, ay de ti, Betsaida! Si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que en vosotras, hace tiempo que se habrían convertido, cubiertas de sayal y ceniza. Os digo que el día del juicio les será más llevadero a Tiro y a Sidón que a vosotras. Y tú, Cafarnaún, ¿piensas escalar el cielo? Bajarás al infierno. Porque si en Sodoma se hubieran hecho los milagros que en ti, habría durado hasta hoy. Os digo que el día del juicio le será más llevadero a Sodoma que a ti”». (Mt 11,20-24)
Jesús Esteban Barranco
Hoy nos aparece un Jesús invadido por sentimientos humanos desiguales. No sabemos si fue más fuerte la decepción o el enfado, la desilusión por mascar su fracaso como Mesías o el enojo ante aquella generación incrédula; no sabemos si le subió el rubor al rostro al reprochar la indiferencia de aquellas gentes, o si se enterneció de amor por ellos mientras se le escapaban las quejas. Creo que era una mezcla de todo eso, constatando como Dios la sordera y ceguera de su pueblo, mientras que como hombre no podía disimular el desengaño que le producía esa cerrazón, aunque por encima de todo reinaba en lo íntimo de su corazón la misericordia, pues, «al ver a las muchedumbres, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas ‘como ovejas que no tienen pastor'» (Mt 9,36).
Y, así, se puso Jesús a lamentarse con sus oyentes —he aquí un gesto de su humanidad dolorida y compasiva—, echándoles en cara a aquellas ciudades su nula conversión, a pesar de los milagros que en ellas había realizado. Y el evangelista matiza que había sido la mayoría de los milagros que hizo Jesús. ¿Qué milagros y qué ciudades eran aquellos y aquellas? Muy sencilla la respuesta: «Jesús recorría toda Galilea enseñando en sus sinagogas, proclamando el evangelio del reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo. Su fama se extendió por toda Siria y le traían todos los enfermos aquejados de toda clase de enfermedades y dolores, endemoniados, lunáticos y paralíticos y él los curó. Y lo seguían multitudes venidas de Galilea, Decápolis, Jerusalén, Judea y Transjordania» (Mt 4,23-25).
En efecto, había curado a un leproso al bajar del monte de las bienaventuranzas (ver Mt 8,1ss), había tenido la delicadeza de curar a la suegra de Pedro (ver Mt 8,14ss); sus discípulos habían visto que Jesús mandaba soberanamente sobre la tempestad del mar de Tiberíades (ver 8,23ss), como cantaban los salmos («La voz del Señor sobre las aguas, el Dios de la gloria ha tronado, el Señor sobre las aguas torrenciales”: Sal 29,3), y que había librado a dos endemoniados de Gadara (ver 8,28ss) y curado a un paralítico (ver 9,1ss), a la hemorroísa y a la hija de un personaje notable (ver 18ss), a dos ciegos (ver 9,27ss). Más aún: a los Doce «les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y toda dolencia» (Mt 10,1).
Estas eran, pues, las cartas credenciales de Jesús, el enviado del Padre. Los milagros eran el sello que atestiguaban la veracidad de la predicación, el signo que venía en ayuda del salto a la fe, el hecho concreto que entra por los sentidos y da el apoyo racional a la acción salvífica de Jesucristo, Dios y Hombre Salvador: Si yo le digo a este paralítico que sus pecados quedan perdonados y vosotros no lo aceptáis…, «pues, para que veáis que el Hijo del hombre tiene autoridad en la tierra para perdonar pecados —dice al paralítico—: ‘Te digo: levántate, coge tu camilla y vete a tu casa’. Se levantó, cogió inmediatamente la camilla y salió a la vista de todos» (Mc 2,10-12).
Pero no, aquellas ciudades, aquellas gentes no estaban por la labor. Estaban todos más interesados y preocupados con sus problemas y negocios, y no se hicieron dignos de entrar en el banquete de bodas. Y hoy como ayer sucede lo mismo; hay mil excusas: «He comprado un campo y necesito ir a verlo… He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlas… Me acabo de casar y, por ello, no puedo ir» (Lc 14,18-20). Pertenecen, pertenecemos, a aquel gran grupo de gentes, a cuya casa vino el Señor «y los suyos no lo recibieron» (Jn 1,11), pues «la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas» (Jn 3,19).
Aquellas otras ciudades, sede y prototipo de grandes pecados —Tiro, Sidón, Sodoma— serán tratadas con más benevolencia que otras predilectas, como Corozaín, Betsaida y Cafarnaún. Hoy Jesús nos «recrimina» como a estas ciudades para nuestra conversión, no para nuestro castigo o para relegarnos al olvido: es una llamada severa y cariñosa, a la vez, para oír su voz y seguir sus huellas; para decirle: «Perdón, Señor; yo también te amo».