«En aquel momento, se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron: “¿Quién es el más importante en el reino de los cielos?”. Él llamó a un niño, lo puso en medio y dijo: “Os aseguro que, si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Por tanto, el que se haga pequeño como este niño, ese es el más grande en el reino de los cielos. El que acoge a un niño como este en mi nombre me acoge a mí. Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles están viendo siempre en el cielo el rostro de mi Padre celestial. ¿Qué os parece? Suponed que un hombre tiene cien ovejas: si una se le pierde, ¿no deja las noventa y nueve en el monte y va en busca de la perdida? Y si la encuentra, os aseguro que se alegra más por ella que por las noventa y nueve que no se habían extraviado. Lo mismo vuestro Padre del cielo: no quiere que se pierda ni uno de estos pequeños”». (Mc 18,1-5.10.12-14)
Si un pastor es capaz de —una vez que ha llevado a sus ovejas al aprisco— tomarse la molestia de volver al monte, recorrer sus senderos y vericuetos, con el firme y vehemente deseo de encontrar una, solo una, oveja que se le ha perdido, cuánto más el Pastor por excelencia, el que ha hecho opción por los más pequeños. “Lo mismo vuestro Padre del cielo: no quiere que se pierda ni uno de estos pequeños” (Mt 18,14).
La comparación que expone Jesús en este Evangelio es entrañablemente bella. Nos preguntamos, ¿qué tienen de especial todos aquellos hombres y mujeres que han hecho opción por la pequeñez para arrebatar tan violentamente el corazón de Dios hacia ellos? La respuesta no se deja esperar. Dios ve en ellos a su propio Hijo, aquel que “siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo…” (Flp 2,6-8).
He ahí la razón de esta “debilidad” de Dios Padre por todos aquellos que, en su sabiduría, supieron identificar el discipulado con la pequeñez, haciendo de estas dos realidades evangélicas la fuerza motriz que les impulsa al seguimiento de su Señor. Bien saben estos seguidores que no pueden separar la debilidad del discipulado, que prescindiendo de uno de estos valores evangélicos condenarían al otro al exilio; es tal su complementariedad que no pueden sobrevivir separados.
Dicho esto, estamos en condiciones de responder con propiedad a la pregunta de por qué esta predilección de Dios hacia estas personas que unieron discipulado con pequeñez. Digamos que Dios se vuelve loco por ellos porque, siendo Padre, reconoce en cada uno de estos discípulos la imagen de su propio Hijo, como diría el apóstol Pablo: “Pues a los que de antemano conoció, también los llamó a reproducir la imagen de su Hijo…” (Rm 8,29).
Al igual que su Maestro y Señor, todos estos discípulos acertaron a saber qué era lo que realmente necesitaban y deseaban sus almas. Con esta sabiduría las abrieron de par en par a su Padre para que en ellas pudiese leer: “No está inflado, Yahveh, mi corazón, ni mis ojos subidos. No he tomado un camino de grandezas ni de prodigios que me vienen anchos. No, mantengo mi alma en paz y silencio como niño destetado en el regazo de su madre…” (Sal 131).
Antonio Pavía