En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «En verdad, en verdad os digo: si pedís algo al Padre en mi nombre, os lo dará.
Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid, y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa. Os he hablado de esto en comparaciones; viene la hora en que ya no hablaré en comparaciones, sino que os hablaré del Padre claramente.
Aquel día pediréis en mi nombre, y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, pues el Padre mismo os quiere, porque vosotros me queréis y creéis que yo salí de Dios.
Salí del Padre y he venido al mundo, otra vez dejo el mundo y me voy al Padre» (San Juan 16, 23b-28).
COMENTARIO
El Señor nos hace una promesa: “si pedís algo al Padre en mi nombre, os lo dará”. Y nos recuerda que si n o hemos recibido nada hasta ahora es porque no hemos pedido en su nombre. ¿Y qué es pedir algo en nombre de Cristo? Pedir como el pide, en total abandono a la voluntad del Padre, porque sabe que el Padre le ama y todo lo que permite en su vida lo hace para su bien. “Todo contribuye -dice el Apóstol- para bien a los que Dios ama”. Y el Padre ciertamente nos ama a nosotros y, como nos ama, desea y busca en todo nuestra “alegría completa”. ¿Y cuál es la alegría completa? La plena participación en la vida trinitaria de Dios, en la comunión con Él. Es por ello la oración cristiana, hecha en nombre de Cristo, empieza con una invocación, que es toda una declaración de intenciones y de disposición interior: “Cuando oréis, decid: Abbá, Padre”. Es la actitud del hijo, de la confianza total de aquel que se sabe amado y, por tanto, deja que su vida sea conducida por Aquel que ciertamente le ama.
Esta es la oración de Cristo durante toda su vida, que se concretizará en su máxima expresión en los dramáticos momentos de su oración en Getsemaní: “Padre, si es posible, pase de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad sino la tuya”. Quien pide de este modo, pide en nombre de Cristo y está seguro de que será escuchado. Únicamente nuestra libertad puede impedir que seamos escuchados, porque podemos rechazar el don de Dios, o porque no lo entendemos, o porque no nos gusta. Sin embargo, aunque sabemos a dónde nos lleva el Señor, ignoramos cómo nos va a llevar. Conocemos que nos lleva, como a Cristo, a nuestra glorificación, pasando por la cruz. Nos puede llenar de temor esta ignorancia, pero no puede fallar nuestra total confianza, pues sabemos de quién nos hemos fiado. De modo que, puesto que no sabemos por qué caminos nos va a llevar, debemos aceptar caminar por donde no sabemos, permitiendo que Él nos lleve de la mano derecha a un destino de gloria.
Toda nuestra existencia es pascual, como la de Cristo. Él ha salido del Padre, ha venido al mundo para cumplir la misión que el Padre le ha confiado y, una vez cumplida, deja el mundo para volver al Padre. Nosotros también, venimos de Dios, tenemos en esta tierra una misión que cumplir, enviados por Cristo, del mismo modo que Él ha sido enviado por el Padre. Nuestra misión consiste en ser testigos ante el mundo de que Cristo ha vencido a la muerte y está resucitado para nuestra justificación. Y seremos sus testigos, estando también nosotros resucitados, manifestando ante el mundo que se puede vivir y ser feliz también en medio de la tribulación, porque todo es gracia y todo viene a nuestro favor. Así podemos pedir en nombre de Jesús sabedores de que seremos escuchados.