«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca encuentra y al que llama se le abre. Si a alguno de vosotros le pide su hijo pan, ¿le va a dar una piedra?; y si le pide pescado, ¿le dará una serpiente? Pues si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre del cielo dará cosas buenas a los que le piden! En resumen: Tratad a los demás como queréis que ellos os traten; en esto consiste la Ley y los profetas”». (Mt 7,7-12)
Con la celebración de la imposición de la ceniza hemos entrado en este tiempo de gracia que llamamos la Cuaresma, con el que la Iglesia nos invita a una real y profunda purificación de nuestros corazones. Frente a las tres tentaciones y enemigos del alma: demonio, mundo y carne, el Señor pone en nuestras manos tres armas para el combate espiritual: el ayuno, la oración y la limosna.
El fruto que el Señor espera que se dé en cada uno de nosotros es la conversión, es decir el reconocimiento de que Dios es Padre, un buen Padre que siempre nos está esperando para darnos un abrazo de perdón y de comunión. La conversión, reclama, también, la renuncia a todos los ídolos en los que hemos puesto nuestro corazón y confianza, para reconocer a Jesucristo como el único Señor, la única Roca sobre la que merece la pena poner los cimientos de nuestra existencia. La conversión requiere que dejemos al Espíritu trabajar nuestra alma y nos dejemos llevar, conducir, guiar por Él, como Jesús en el desierto.
El Evangelio de hoy es una invitación a orar trinitariamente: pidiendo al Padre, buscando al Hijo y llamando al Espíritu Santo. Pedir es la actitud propia del hijo, de aquel que se sabe amado incondicionalmente por su padre; sostenido y guiado por aquel que lo protege y cuida ante cualquier adversidad o peligro. Pedid y se os dará, nos dice Jesús hoy; es más, recurriendo a la experiencia paterno-filial, no tiene dificultad en pro-vocarnos: «Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre del Cielo que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan!» (Mt 7, 11). Pedir es también la actitud propia de los pobres, de aquellos que no tienen nada, están sentados a las puertas de nuestra iglesias y levantan sus manos esperando las migajas de nuestras limosnas. En esta Cuaresma somos invitados a sentirnos pobres de verdad, necesitados de Dios, de su amor y ternura en nuestros corazones y pedir como nos invita el autor de la Epístola de Santiago: «Si alguno de vosotros está a falta de sabiduría, que la pida a Dios, que da a todos generosamente y sin echarlo en cara, y se le dará. Pero que la pida con fe, sin vacilar; porque el que vacila es semejante al oleaje del mar, movido por el viento y llevado de una a otra parte. Que no piense recibir cosa alguna del Señor un hombre como este» (Sant 1,5-7).
Jesús nos ha revelado el rostro de Dios como un Padre cercano, cariñoso, amigo de los hombres. Él ha vivido todo su éxodo en la tierra bajo la mirada confiada de su Padre, confiando toda su vida y misión a su voluntad. Jesús nos ha dicho que «todo cuanto pidáis en mi nombre, yo lo haré» (Jn 14,13). Pidamos con confianza al Padre, unidos a la oración de su Hijo: «Hágase tu voluntad» porque «todo el que pide recibe» (Mt 7,8).
En esta invitación a la oración que Jesús nos propone encontramos un segundo verbo: buscar. La actitud de «búsqueda» es propia del hombre que no se conforma con lo que tiene ni cómo vive. Todo hombre vive en permanente estado de búsqueda, podría ser definido como «ser que busca la felicidad». Sí, todo cuanto hacemos y proyectamos en la vida, todo por lo que nos afanamos y trabajamos tiene como fin último la búsqueda de la plenitud, la dicha y felicidad. El drama que experimentamos en nuestra existencia, ¡en tantas ocasiones! es que emprendemos búsquedas equívocas y erradas que dejan nuestro corazón insatisfecho y vacío. ¿A quién hay que buscar? ¿Qué es lo que hemos de buscar en esta Cuaresma? Con el salmista hagamos diariamente esta oración: «Dice de ti mi corazón: Busca mi rostro. Sí, Yahvé, tu rostro busco. No me ocultes tu rostro» (Sal 26, 8-9). Y el rostro de Dios se nos ha hecho visible y cercano en Jesús, a Él hemos de buscar, en Él hemos de poner fijos nuestros ojos. La meditación del Via crucis en este tiempo cuaresmal nos ayudará a centrar nuestra mirada en el rostro más bello de los hombres: Jesús, crucificado por amor a ti, a mí y a todos los hombres. Si lo buscamos en la cruz, seguro que lo encontraremos, Jesús nos lo ha prometido: «buscad y hallaréis».
Y, junto a esta actitud de búsqueda permanente, la otra actitud que lleva implícita la oración es la de llamar. ¿A quién hemos de llamar? Al Espíritu Santo. Él es el Paráclito, el abogado que intercede ante el Padre por nosotros, el que nos defiende en las causas más diversas, el que guía y conduce nuestra vida hacia Dios. Él nos enseña a llamar a Dios Padre y nos introduce en su intimidad gimiendo desde lo más profundo de nuestro espíritu: ¡Abbá!; Él nos empuja a confesar a Jesús como el Señor de nuestra vida a quien hay que someter todo y no anteponer nada frente a su seguimiento; Él es quien nos revela la verdad profunda de los acontecimientos y quien nos entraña en el corazón el amor como fuente y energía espiritual de la vida; Él es quien nos abre y desvela el misterio de Dios como Padre, de Jesús como Hermano y de Él mismo como Don-Amor.
Hermanos, pidamos, busquemos y llamemos porque Dios nos quiere regalar gracias especiales en esta Cuaresma, espera dejarse encontrar por nosotros y está deseando abrirnos la puerta de su misericordia para abrazarnos con amor de Padre, de Hijo y de Espíritu Santo.
Juan José Calles