Hace muchos, muchos años, tuve la dicha enorme de conocer a Mons. Álvaro del Portillo; por entonces y ya ordenado sacerdote, simplemente don Álvaro. Por disposición del Vicario de Cristo —debidamente asesorado— será proclamado beato el próximo 27 de Septiembre de este año en Madrid (Valdebebas). Creo, pues, oportuno difundir este escrito referido a su persona como hombre de paz.
Personalmente puedo dar testimonio de esta verdad sobre él, pues en circunstancias de extrema gravedad por un ictus cerebral sufrido como consecuencia y relación probada de causa-efecto en Acto de Servicio —soy militar de profesión por vocación— recibí una breve carta suya que me infundió tal paz, que aún perdura pasados treinta y dos años del accidente.
La noción de paz encierra una variedad notable de significados análogos. Mons. del Portillo recordaba a menudo la expresión agustiniana, según la cual la paz es la tranquillitas ordinis, la tranquilidad del orden. Pero habitualmente se refería a una paz —tranquilidad y orden— no solo natural, sino a aquella paz que tiene su raíz sobrenatural en la unión del alma con Dios: “Cuando nuestra alma está ordenada a Dios, como un mar en calma, se experimenta el gaudium cum pace, el gozo y la paz: una alegría que se contagia a los demás. La paz personal se edifica sobre la unidad de vida, que elimina las divisiones interiores del hombre; una unidad que solo puede edificarse sobre la ordenación a Dios de todas las dimensiones de la persona”.
Don Álvaro —siguiendo fielmente también en esto a San Josemaría— decía, por ejemplo, que «la unidad de vida lleva a no separar el trabajo de la contemplación, ni la vida interior del apostolado; a hacer compatible la realización de una tarea científica absorbente con una fe personal y vivida; a descubrir —siendo dóciles al Espíritu Santo, y en particular a los dones de ciencia y de sabiduría— la presencia y la acción de Dios en todas las realidades terrenas, desde las más encumbradas hasta las que parecen más humildes».
En el Nuevo Testamento, la paz está muy presente —en todos los libros excepto en la primera carta de San Juan—, sobre todo como una realidad donada por Cristo, que el mundo no puede dar (cfr. Jn 14,27). Podemos decir que esta paz es el mismo Cristo que se entrega a nosotros. En este sentido, Mons. del Portillo citaba a veces la expresión paulina: Ipse est enim pax nostra (Ef 2, 14): “Él es nuestra paz», porque Cristo nos ha reconciliado con el Padre (cfr. Rm 5, 10), nos ha ordenado a Sí mismo y nos ha unido como hermanos. «Él es la misma Alianza, el lugar personal de la reconciliación del hombre con Dios y de los hermanos entre sí», ha escrito el Papa Francisco.
El sentido literal de Ef 2, 14: «Él es nuestra paz», como indica el contexto inmediato, se refiere a la paz entre judíos y cristianos que Cristo ha hecho, abatiendo el muro de la separación entre ellos. Sin embargo, en un contexto más amplio, el abatimiento del muro de separación coincide con la inserción de los judíos y los gentiles en un único cuerpo, que es el cuerpo de Cristo. Así pues, de una parte, la paz está unida a la reconciliación con Dios, a la justificación (cfr. Rm 5, 10 s) y, por tanto, a la gracia de la adopción filial.
«Tener la paz» es «tener a Cristo», identificarse con Cristo, ser ipse Christus, según la expresión de San Josemaría y que don Álvaro recordaba muchas veces. Por otra parte, quien está unido a Cristo nuestra paz, debe abatir los muros de separación, ser «pacífico», operador de paz, característica propia de los hijos de Dios, según las palabras del Señor: «bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).
En sus escritos, don Álvaro considera frecuentemente la relación entre el sentido de la filiación divina y la paz del alma. «El conocimiento de que somos hijos muy queridos de Dios —escribía en una carta pastoral— nos moverá poderosamente (…). Y como dote inseparable de este don preciosísimo viene al alma el gaudium cum pace, la alegría y la paz». Esta pertenencia de la paz a la conciencia de fe de ser hijos de Dios, no era solo una doctrina, sino también una realidad viva en la existencia de Mons. del Portillo, como recordaba el cardenal Palazzini: «De su saberse hijo de Dios surgían, también en las circunstancias humanas más difíciles, aquella paz y aquella alegría que muchos han señalado como la característica más sobresaliente de su persona. Ante las contrariedades o los peligros, sabía abandonarse confiadamente en Dios y de este modo conservaba una calma inalterable».
El Decreto de la Congregación de las Causas de los Santos sobre la heroicidad de las virtudes de don Álvaro del Portillo lo afirma con las siguientes palabras: «Era hombre de profunda bondad y afabilidad, que transmitía paz y serenidad a las almas. Nadie recuerda un gesto poco amable de su parte, un movimiento de impaciencia ante las contrariedades, una palabra de crítica o de protesta por alguna dificultad: había aprendido del Señor a perdonar, a rezar por los perseguidores, a abrir sacerdotalmente sus brazos para acoger a todos con una sonrisa y con plena comprensión”.
“En su biografía aparecen, en efecto, muchos ejemplos en este sentido. Recuerdo que una vez, durante una reunión de trabajo en el Vaticano, uno de los participantes contradijo con total falta de cortesía —por no decir de modo ofensivo— la opinión expuesta poco antes por Mons. del Portillo. Él respondió a esa persona con tal paz, delicadeza y serenidad, que otros de los presentes en aquella reunión comentó luego que aquel día se había dado cuenta de la santidad de don Álvaro. Era, pues,«hombre que tiene la paz y da la paz».
Como el relator ha sido invitado a la Santa Misa y ceremonia de su beatificación, también les invito a ello. Nos vemos…, si les place y Dios es servido, el 27 de septiembre de 2014 en Valdebebas (Madrid).
Carlos de Bustamante