«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mí antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo os amaría como cosa suya, pero como no sois del mundo, sino que yo os he escogido sacándoos del mundo, por eso el mundo os odia. Recordad lo que os dije: “No es el siervo más que su amo. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra”. Y todo eso lo harán con vosotros a causa de mi nombre, porque no conocen al que me envió”». (Jn 15,18-21)
En este pasaje del Evangelio, Jesucristo deja muy claro ante sus discípulos la incompatibilidad entre lo que preconiza el mundo y el género de vida que Él propone a sus seguidores. El mundo busca el éxito inmediato, la pronta satisfacción de los deseos del cuerpo, la afirmación del “yo”. En definitiva, la primacía del egoísmo como medio para alcanzar la felicidad. Por el contrario, Jesucristo es el heraldo del amor al prójimo. A sus seguidores les indica que deben procurar el bien de los demás, anteponiéndolo al de cada uno de ellos. Con esta actitud se da la paradoja de que cuanto más se da cada persona a los demás, más felicidad encuentra para sí misma. La satisfacción del espíritu es inmensa, está muy por encima de la que puede proporcionar el cuerpo.
Es natural que sea así, pues nuestro Creador conoce verdaderamente lo que puede colmar el corazón humano de felicidad. La entrada del pecado en el mundo es lo que ha oscurecido el discernimiento humano. Por eso, todos hemos de luchar contra la tentación que nos propone Satanás presentándonos los deseos carnales como imprescindibles para realizarnos plenamente.
Quienes, en su libertad, se inclinan por seguir habitualmente los consejos del Maligno, a la postre se ven defraudados y, además, a medida que van eligiendo mal, se sienten más incapaces de cambiar de rumbo. Esto genera en ellos un rencor y una envidia hacia los que constantemente intentan rechazar las propuestas diabólicas —aunque a veces, también pequen— que acaban por ser víctimas de un odio mortal. No soportan la denuncia que supone para ellos el comportamiento de los limpios de corazón.
Esta situación la padeció Jesucristo llevándola hasta el extremo de no rechazar la muerte en la cruz a la que le condujeron sus enemigos, ensañándose con Él cuanto les fue posible, como todos sabemos. Por eso, advierte a sus discípulos de cuál es el futuro que los aguarda. No quiere que nadie se lleve a engaño.
El cristiano no está llamado a “convencer” al mundo para entrar victorioso en la vida eterna, sino más bien, a seguir las huellas de su Maestro y dar la vida, tras un total fracaso en su misión, que, contra todo pronóstico, le lleve a la victoria de la resurrección. Los inescrutables planes de Dios así lo han querido, por ser esta la mejor manera de salvación para el mundo. Quizá algún día lleguemos a entenderlo; por ahora solo nos concierne poner todo nuestro empeño en evangelizar, sin mirar el éxito que a veces pueda obtenerse, y estar dispuestos a seguir sin desfallecer hasta el final, con la ayuda del Espíritu Santo y la certeza de que la victoria total es de nuestro Dios y de quienes le hayan sido fieles.
Juanjo Guerrero