Una de las mujeres musulmanas, que le conocieron, le recordará así años después de su muerte: “No cesábamos de pedir a Alá por la conversión al Islam del hermano Carlos de Jesús; todos lamentábamos que un hombre tan bueno tuviera que sufrir la condena eterna”.
Las gentes sencillas del Sahara, abierto a Europa en los comienzos del siglo pasado, le veneraban como un santo de ellos, un marabut (morabito o asceta de Alá), que pensaba más en los demás que en sí mismo, muy al contrario de tantos europeos, que se consideraban superiores por el hecho de venir de otra civilización y llamarse cristianos.
Hasta llegar a esa forma de vivir, el tal morabito había pasado por el cristianismo convencional de su infancia, la agitada vida de un joven oficial con mucho dinero y que termina por no creer en nada trascendente, sueños de gloria y escasísimas ataduras morales, descorazonadoras vivencias de vacío con el consiguiente aburrimiento que busca el remedio en el riesgo, la aventura, hasta resultarle atractivo el encuentro con gentes sencillas y de buena voluntad sin hacer diferencias sobre sus íntimas creencias y sí buscando un mejor comunitario entendimiento. Así lo hizo ver en la fraternidad conocida como Hermanos de Jesús.
El beato Carlos de Foucauld (1858-1916), puesto que de él se trata, había nacido el año de las apariciones de Lourdes en el seno de una aristocrática familia francesa, descendiente del caballero Bertrand de Foucauld, muerto heroicamente en la Séptima Cruzada al lado del rey san Luis: jamais arrière (nunca hacia atrás), divisa en el escudo de armas familiar, resultó particularmente significativa en la vida del hoy reconocido como bienaventurado por la Iglesia Católica: fue beatificado por Benedicto XVI el 13 de noviembre de 2005 en reconocimiento a muchos años dedicado a hacer el bien y propiciar el acercamiento entre todos los que se dicen, nos decimos Hijos de Abraham y adoran, adoramos al mismo Dios. Hijos de Abraham se sienten una gran mayoría de musulmanes puesto que así se lo hizo ver Mahoma, su Profeta.
Según el filósofo e historiador alemán J.G.Herder (1744-1803), Mahoma (569-632) fue “una mezcla singular de todo aquello que podía proporcionar la nación, la tribu, la época y la región: comerciante, profeta, orador, escritor, héroe y legislador, todo ello a la manera árabe”.
Huérfano de padre y madre desde muy niño fue acogido y educado por su abuelo y, muerto éste, pasó al cuidado de su tío Abu Talib, para, ya adolescente, formar parte de caravanas de mercaderes que, desde la “Arabia Feliz” o Yemen, llegaban hasta las riberas del Mediterráneo. Extraordinaria ocasión para un joven con madera de líder y abierto a las lecciones de otras formas de creer y de vivir en tanto que se siente incómodo en un mundo de ancestrales privaciones, inamovibles supersticiones y estériles cuando no sangrientos enfrentamientos entre clanes y tribus. Se cuenta que, en uno de sus viajes, Mahoma conoció al monje cristiano Bahira, el cual, tras mutuo intercambio de impresiones, “vio en él señal de profecía”. Al respecto, San Juan Damasceno, (675-749) en su Fuente del Conocimiento, sostiene que ese monje era arriano.
Según creen los musulmanes, ya casado con la viuda Jadiya, Madre de los creyentes, en la cueva de Hira, adonde se había retirado a meditar, el Profeta recibió del arcángel Gabriel el encargo de dar a conocer el Islam o doctrina que, según los propios islamistas, consiste en “la sumisión a Dios el Altísimo a través del monoteísmo, la obediencia y el abandono de la idolatría”.
La Meca, ciudad de nacimiento y primeros años de Mahoma, era un bullicioso punto de encuentro y mercadeo entre caravanas de distintas procedencias con sus particulares tradiciones religiosas, todas ellas de corte politeísta de forma que la Kaaba, centro de oración de la ciudad, ofrecía al culto no menos de 360 ídolos, cuyas figuras eran vendidas a sus respectivos devotos hasta el punto de que, según se cuenta, llegaron a constituir el principal producto mercantil.
Contra ese cúmulo de creencias, asistido por su círculo de fieles, hizo prosélitos, al parecer, poniendo de relieve el contenido de la jaculatoria con la que, años más tarde, se inicia el Corán:
En el nombre de Dios, el más Misericordioso, el Dispensador de Gracia: Toda alabanza pertenece solo a Dios, el Sustentador de todos los mundos ¡Señor del Día del Juicio! A Ti sólo adoramos; sólo en Ti buscamos ayuda. ¡Guíanos por el camino recto –el camino de aquellos sobre los que has derramado Tus bendiciones, no el de aquellos que han sido condenados [por Ti], ni el de aquellos que andan extraviados (Sura 1, 1-7)
Resultó espectacular la expansión del Islam en los años siguientes a la muerte de Mahoma. Para el mundo árabe su vida y testimonio constituyeron un revulsivo que haría estremecer al Occidente Cristiano: en lo político significó un más allá de las estériles rivalidades entre tribus y pueblos nómadas; en lo religioso una convencional adaptación a las circunstancias de tiempo y lugar de lo más digerible del judaísmo, del cristianismo y de los mitos que, entre las diversas tribus, idólatras o fetichistas, venían circulando de generación en generación; en lo militar ofrecía la justificación de la yijhad o guerra santa contra el infiel, lo que, ciertamente, abría ilimitados horizontes de expansión al fervor guerrero y afán acaparador de los caudillos adictos, alguno de los cuales hizo de su aparente religiosidad el soporte de su ambición de poder: «Dios hace cumplir con la espada del poder lo que no sería posible sólo con el Corán» es una ilustrativa frase que los cronistas musulmanes ponen boca de Uthmân Ibn `Affân, el tercer califa (sucesor del Mensajero de Dios).
Para situar a la doctrina de Mahoma en sus justos términos no está demás fijar una preferible atención en todo lo que sirve para un mejor entendimiento entre las personas de buena voluntad que adoran, adoramos, al mismo Dios. Así lo entendía la buena mujer musulmana que rezaba porque el morabito Carlos de Jesús fuera acogido en el mismo Paraíso al que ella aspiraba. Así también nos lo hace ver el Santo Padre Francisco con su magistral, prudente, generoso y valiente proceder.