Le dicen sus discípulos a Jesús: «Ahora sí que hablas claro y no usas comparaciones. Ahora vemos que lo sabes todo y no necesitas que te pregunten; por ello creemos que has salido de Dios». Les contestó Jesús: «¿Ahora creéis? Pues mirad: está para llegar la hora, mejor, ya ha llegado, en que os disperséis cada cual por su lado y a mí me dejéis solo. Pero no estoy solo, porque está conmigo el Padre. Os he hablado de esto, para que encontréis la paz en mí. En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo» (San Juan 16, 29-33).
COMENTARIO
La sorpresa de los discípulos por las palabras de Jesús explicando su origen, y anunciando su fin tras la muerte, junto con la capacidad de llevarnos directamente a Él, sigue siendo el fundamento de nuestra religión, y el acicate de los hombres que buscan la paz y el camino para encontrar la casa del Padre que es el amor, el ‘lugar’ de dónde había salido y a dónde volvió el Maestro querido. Así se ensalza y manifiesta la sabiduría de Dios, que nos hace buscar su casa no con muchas ‘palabras’, sino en su Palabra.
Él lo sabe todo sobre el hombre. Pensamientos, sentimientos, proyectos, alegrías, éxitos y fracasos. Nada se le esconde, porque vive dentro de nosotros y nos ve como un libro abierto por todas sus páginas a la vez. En su presencia que conocemos por la fe, y experimentamos por el amor, nos habla de sus cosas y le podemos hablarle de las nuestras, incluso sin palabras las mejores veces. Pero no siempre entendemos con claridad lo que Él nos dice, porque estamos viviendo como en ondas distintas, con muchas interferencias por las luchas y guerras del mundo en este lado nuestro. De ahí viene el asombro cuando, en su calma, lo entendemos alguna vez en la vida, y podemos gritar con los discípulos: – “¡Ahora sí que hablas claro!”-, sin ruidos ni parábolas, sólo con la luz de la clara Verdad del Evangelio: que un hijo de hombre, salido del Padre, dio testimonio, a Él volvió, y por eso lo conoce todo y nos lo aclara en esos momentos de privilegio que es amar, y escuchamos, aunque haya que esperar a que llegue “como el novio para la boda” con los oídos del corazón abiertos.
La existencia del diálogo evangélico entre Jesús y los suyos, que son los que sintonizan y reciben la onda interior de su Palabra atreviéndose a hablar con Él, sigue siendo la gran Noticia. Recuerdo que uno de los votos de los trapenses, es la “coversio morum”, que no es solo la “conversión de costumbres”, – la traducción más usada-, porque de ser así, de tanto convertirse y cambiar, terminaríamos dando vueltas como una peonza, sino que el voto tiene en los padres del monacato el sentido profundo de “conversatio amorum”, conversación de amor, diálogo permanente de amor con Dios. Y eso es el Evangelio, una conversación de amor con el que sabemos que nos ama y nos deja el alma en paz, como decía Santa Teresa de la oración.
Especialmente hoy en S. Juan, como todo su Evangelio, es una puesta en escena del amor de Dios al hombre, con mucho diálogo e intercambio vital entre la Palabra suya y la nuestra. En su prólogo, Juan anuncia que, “El Verbo hecho carne, habitó entre nosotros” y así se traduce generalmente, pero el griego dice “eskenosis en umin” que podría traducirse también por “escenificó entre nosotros”, o lo que es igual, el Verbo pone en escena ante nuestros ojos y oídos, en la vida diaria de la Iglesia, la obra de Dios en su palabra. A veces también es solo en un pobre, un hermano caído, o en uno que nos da la mano cuando caemos nosotros. Quizás sin decir nada, esa escena contiene la acción y pasión de Dios como Verbo que es el Evangelio.
Otras veces, desafortunadamente, el escenario en el que se encuentra Dios, que debería ser un lugar de encuentro y diálogo, es sólo un monólogo de Dios por un lado y cada hombre, a lo suyo, por otro. Pero la cumbre es lo que dice hoy: ¡“Ahora sí que hablas claro!” Y por fin entendemos y sabemos traducir tus signos vitales. Son los momentos cumbre del hombre en los que encuentra el amor, y sabe que es el suyo, el de Dios hecho hombre. Aunque como ocurrió en la escena del Tabor, nuestra intervención en ella dure muy poco, y volvamos a dejarlo solo, ya podemos al menos saber de qué va la vida, de dónde viene y donde vamos. Incluso aunque pronto, -como le pasaría a Él en la cruz-, sintamos que hasta Dios nos abandona y gritemos de nuevo “¿Por qué me has abandonado?”, si estamos ya con Él sabemos que eso también está anunciado para nosotros y que, si entramos en su escena, escrita por el amor del Padre, en Él tenemos la PAZ. No es la del mundo, pero no hay un bien mayor en nuestra experiencia.