«En aquel tiempo, los apóstoles volvieron a reunirse con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado. Él les dijo: “Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar un poco. Porque eran tantos los que iban y venían que no encontraban tiempo ni para comer. Se fueron en barca a un sitio tranquilo y apartado. Muchos los vieron marcharse y los reconocieron; entonces de todas las aldeas fueron corriendo por tierra a aquel sitio y se les adelantaron. Al desembarcar, Jesús vio una multitud y le dio lástima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor; y se puso a enseñarles con calma». (Mc 6,30-34)
Caminando tras las huellas de Jesús, el Buen Pastor, de la mano del evangelista Marcos, percibimos la creatividad de su pedagogía pastoral: tras elegir a los Doce discípulos «para que estuvieran con él», (Mc 3,14) inmediatamente los envía «de dos en dos» (6,7) a predicar el Evangelio del Reino a todos los pueblos, anticipo del envío universal que les volverá a hacer una vez resucitado de entre los muertos: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación (…). Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban» (16, 15-20).
No hay evangelización sin salida misionera como nos ha recordado el Papa Francisco en Evangelii gaudium: «La salida misionera es el paradigma de toda la obra de la Iglesia» (nº 15), «todos somos llamados a esta nueva salida misionera. Cada cristiano y cada comunidad discernirá cuál es el camino que el Señor le pide, pero todos somos invitados a aceptar esta llamada: salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio» (nº 20).
Pero Jesús, no solo se preocupa de «enviar» a sus compañeros de misión, también se ocupa de la «vuelta de la misión» y por tanto del compartir con ellos la alegría de la evangelización. Este es el contexto del Evangelio de hoy. Jesús acoge a sus discípulos y los invita a retirarse con Él en una convivencia íntima: «Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar un poco. Se fueron en barca a un sitio tranquilo y apartado» (6, 31-32). Sin embargo, aunque esta era la intención del Maestro, va a primar más la necesidad de atender a la multitud hambrienta de su Palabra que el cuidado de su propio reposo personal: «Al desembarcar Jesús vio una multitud y les dio lástima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor; y se puso a enseñarles con calma» (v. 34). Con este «gesto», de nuevo, Jesús nos indica que el primado en la tarea misionera lo tiene la atención a las personas, en la situación en que se encuentren. «Fiel al modelo del Maestro —nos recuerda el Papa Francisco— es vital que hoy la Iglesia salga a anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas las ocasiones, sin demoras, sin asco y sin miedo» (nº 23).
La Iglesia en salida misionera es comunidad de discípulos que primerean, que en palabras del Papa significa que «sabe adelantarse, tomar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro, buscar a los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar a los excluidos. Vive un deseo inagotable de brindar misericordia, fruto de haber experimentado la infinita misericordia del Padre y su fuerza difusiva. La comunidad evangelizadora se mete con obras y gestos en la vida cotidiana de los demás, achica distancias, se abaja hasta la humillación si es necesario, y asume la vida humana, tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo. Los evangelizadores tienen así olor a oveja estas escuchan su voz» (nº 24).
El término que emplea el evangelista para describir la percepción que Jesús tuvo al contemplar a tanta gente «como ovejas sin pastor» (se le conmovieron las entrañas) tiene connotaciones «maternales». Jesús nos ama como un padre, con compasión y como una madre, con entrañas de ternura y misericordia. El Papa Francisco al proponer la transformación misionera de toda la Iglesia la contempla como «una madre de corazón abierto»: «La Iglesia «en salida» es una Iglesia con las puertas abiertas. Salir hacia los demás para llegar a las periferias humanas no implica correr hacia el mundo sin rumbo y sin sentido. Muchas veces es más bien detener el paso, dejar de lado la ansiedad, para mirar a los ojos y escuchar, o renunciar a las urgencias para acompañar al que se quedó al costado del camino. A veces es como el padre del hijo pródigo, que se queda con las puertas abiertas para que, cuando regrese, pueda entrar sin dificultad» (nº 46) y nos pide que los pobres sean los principales destinatarios del Evangelio: «Si la Iglesia entera asume este dinamismo misionero, debe llegar a todos, sin excepciones. Pero ¿a quiénes debería privilegiar? Cuando uno lee el Evangelio, se encuentra con una orientación contundente: no tanto a los amigos y vecinos ricos sino sobre todo a los pobres y enfermos, a esos que suelen ser despreciados y olvidados, a aquellos que «no tienen con qué recompensarte» (Lc 14,14). No deben quedar dudas ni caben explicaciones que debiliten este mensaje tan claro. Hoy y siempre, «los pobres son los destinatarios privilegiados del Evangelio», y la evangelización dirigida gratuitamente a ellos es signo del Reino que Jesús vino a traer. Hay que decir sin vueltas que existe un vínculo inseparable entre nuestra fe y los pobres. Nunca los dejemos solos. Salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo. Repito aquí para toda la Iglesia lo que muchas veces he dicho a los sacerdotes y laicos de Buenos Aires: prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades. No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termine clausurada en una maraña de obsesiones y procedimientos. Si algo debe inquietarnos santamente y preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de sentido y de vida. Más que el temor a equivocarnos, espero que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse: «¡Dadles vosotros de comer!» (Mc 6,37)» [nn. 48-49].
Precisamente, hablando a los pastores de la Iglesia, en la homilía del Jueves Santo del 2013, dirigiéndose a los sacerdotes, nos advertía del riesgo que corremos —los presbíteros—de transformar el ministerio pastoral en una mera gestión administrativa, de convertirnos de siervos en funcionarios, muy lejos del modelo de Jesús, el Buen Pastor que da la vida por las ovejas: «Todos conocemos la diferencia: el intermediario y el gestor «ya tienen su paga», y puesto que no ponen en juego la propia piel ni el corazón, tampoco reciben un agradecimiento afectuoso que nace del corazón. De aquí proviene precisamente la insatisfacción de algunos, que terminan tristes, sacerdotes tristes, y convertidos en una especie de coleccionistas de antigüedades o bien de novedades, en vez de ser pastores con «olor a oveja» —esto os pido: sed pastores con «olor a oveja», que eso se note—».
Juan José Calles