«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no será suyo: hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. Él me glorificará, porque recibirá de mí lo que os irá comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que toma de lo mío y os lo anunciará”». (Jn 16,12-15)
Empieza Jesús diciéndonos: “Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello”. Todo tiene su proceso de crecimiento, también el discipulado. Así como un bebé no tiene ni boca ni estómago para comerse un solomillo por muy tierno que sea, así vamos asimilando el Evangelio de Jesús en la medida de la “abundancia de vida” (Jn 10,10b) que haya en nuestras entrañas. Al igual que los apóstoles, solo en la medida que creemos y asimilamos el Misterio Pascual de nuestro Señor Jesucristo, nuestra alma se ensancha lo suficiente para acoger más y más su Evangelio.
Un dato para entender nuestro propio misterio pascual. Cuando Jesús nos invita a tomar nuestra cruz y seguir sus pasos, nos está ofreciendo la victoria sobre toda muerte. Me explico. Todo hombre tiene su propia cruz; la cuestión es que no es lo mismo llevarla tras Él que en nuestra soledad. Tras Él, tenemos cómo levantarnos de nuestras caídas, Él mismo no permite que la desesperación se nos imponga. Así, paso a paso, caída tras caída, jadeo tras jadeo, Jesús, Maestro y Señor, nos ayuda y enseña el camino de la vida. Nos lo hizo saber en las últimas palabras que dirigió a su Padre antes de encaminarse al Huerto de los Olivos: “Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17,26).
Antonio Pavía