No es fácil afrontar los sucesos negativos que inciden en la vida, pero hay dos modos de encararlos: apoyándose en las propias fuerzas o descansando nuestro agobio en Jesucristo, que nos ha dicho: «Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mi que soy manso y humilde de corazón y hallaréis descanso para vuestras almas, porque mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11,28-30).
En estos días he sido testigo de un suceso: ha nacido una niña con un síndrome desconocido por el momento, pero que afecta a sus facultades mentales. Los médicos advirtieron a los padres del riesgo que entrañaba el seguir adelante con esta gestación, e incluso aconsejaron que se provocara el aborto clínico —que es un modo suave, un eufemismo, que encierra el brutal homicidio del nonato—. Los padres, cristianos cabales, se negaron rotundamente y ante el estupor grande de los médicos, asumieron los posibles riesgos de aquel nacimiento que se pronosticaba con mal augurio. Y con toda valentía comunicaron a los médicos que aquella criatura era una palabra de Dios para ellos y que la recibirían con el mayor cariño, puesto que sería un ser más débil y necesitado de cuidados. El parto fue normal y la niña nació con diversos problemas. La familia entera se ha volcado dándole a los padres ánimo y a la pequeñita muchísimo cariño. Han recibido a esta hija como un ángel y están dispuestos a hacer todo lo que sea necesario para sacarla adelante. Saben que no es mala suerte tener esta hija sino una intervención de Dios en su vida y también que este nacimiento es bueno para ellos. Para todos. Han pasado el acontecimiento a la fe y sienten una gran paz porque han hecho sencillamente lo que debían hacer.
Por el contrario, he visto escandalizarse acerca de esta decisión no solo a los médicos que no comprenden sino hasta los vecinos que no se atreven a preguntar por el estado de esta niña, porque esto —según piensan ellos— Dios no lo debía permitir. ¿Cómo puede hacer sufrir a los padres y a una criatura indefensa? Los que así piensan, y tristemente son muchos, no han podido pasar este hecho a la fe y juzgan incluso a los padres por no haber seguido el dictado de los médicos.
He aquí los dos modos de mirar un mismo suceso. Los cristianos saben que la cruz es su distintivo, que es un honor llevarla junto a Jesucristo, porque la cruz es «el lecho de amor donde nos ha desposado el Señor».
El mundo necesita ver que los cristianos descansan en la cruz, que los sufrimientos los viven en paz y no les matan. Quizá sea este también un nuevo modo de evangelización que está necesitando el mundo.