Antonio Hernández eligió las fiestas de Semana Santa para regresar a Albera, su pueblo natal, de donde había emigrado hacía 23 años. Su hermano Fermín lo recibió en la antigua casa de sus padres casi como a un desconocido, sin dejarle pasar del recibidor.
─Creí que eras un pedigüeño —leespetó Fermín─. ¿O sí vienes a pedir?
Antonio Hernández llevaba ropa vieja y desaliñada, su rostro enjuto estaba ya envejecido. Tantos años de correrías por el mundo no le habían reportado nada bueno. Por el contrario, su hermano Fermín vestía como un labrador rico, su rostro lucía lozano como una fresca manzana criada en el monte.
─Y yo creí que me recibirías como un hermano. ¿A qué te refieres?
─A la herencia de nuestros padres. Esta casa, las tierras, todo me lo dejaron a mí. Fui yo quien se quedó aquí trabajando duro, mientras tú te fuiste a recorrer mundo y vivir la vida haraganeando en fiestas y despilfarro.
─Solo quería ver a mi hermano y su familia después de tanto tiempo. Comida y cama un par de días, antes de volverme a marchar. Ya veo que no soy bien recibido y no quiero ser una carga para vosotros.
─¡Mentira! ─dijo Fermín─. ¡Vienes a quitarme una parte de las tierras! ¡Y si me descuido, hasta la casa donde vivo con mi mujer y mis hijos!
Antonio Hernández esquivó un puñetazo, pero le alcanzó el segundo. Sin darse cuenta, solo defendiéndose, se metió en la pelea con su propio hermano.
Trataba de sujetarle, Fermín le golpeaba una y otra vez, rompiendo todo lo que podía a su paso: primero el jarrón, luego volcó la mesa. Se estamparon enzarzados contra el aparador, cuyas figuritas de porcelana cayeron al suelo con estrépito.
Fermín cogió una silla para golpear con ella a su hermano. Antonio le esquivó con facilidad. Fermín estrelló la silla contra el televisor de plasma, arrojándolo al suelo.
Ante el estruendo, acudieron asustados la mujer y los hijos de Fermín. Se convirtieron así en los únicos y perfectos testigos de la pelea.
Fermín les gritó fuera de sí:
─¡Es el pordiosero de mi hermano, que ha venido por la herencia!
─¡Mentira! ─dijo Antonio.
─¿Mentira? ¿Y entonces esto qué es?
─¡Yo no te he hecho nada! ¡Tú me has atacado!
─¿Y he destrozado mi propio salón? ¡Has sido tú quien ha invadido mi casa y destrozado mis muebles para asustarme y quedarse con todo!
La familia miraba horrorizada al visitante. La esposa de Fermín no veía a su cuñado Antonio desde que eran jóvenes, hacía 23 años. Los hijos ni siquiera le conocían, solo habían oído hablar en ocasiones a su padre del hermano vagabundo que nunca quiso trabajar ni formar una familia.
─¡Vete o no respondo! ─le gritó Fermín.
Antonio Hernández estaba estupefacto. No se esperaba aquel recibimiento ni en sus peores augurios. Ahora no sabía ni qué decir.
─Perdonadme si os he molestado…
─¡Vete de aquí! ¡Te denunciaré a la policía por agresión, allanamiento de morada e intento de robo! ¡Te meterán en la cárcel, que es donde deberías estar!
Fermín volvió a amenazarle con el puño. Su familia se interpuso, gritando y llorando, para evitar que la pelea terminara en drama. Antonio Hernández retrocedió horrorizado y salió corriendo de la antigua casa de sus padres.
* * *
Las vías del tren AVE pasan por el término de Albera, camino de Sevilla. Albera no tiene estación pero está bien comunicada. Basta con ir a la cercana Sevilla, en una carretera recta y de buen trazado, para acceder a la red nacional de trenes rápidos. Sentado junto a la vía, Antonio Hernández esperaba cabizbajo.
No se veía a nadie ni se oía nada en los alrededores, salvo los suaves cantos primaverales de algunos jilgueros sobre las encinas y olivos, a los que Antonio Hernández no prestaba atención, embebido en sus pensamientos.
De pronto, procedente de Albera, se acercó un caminante a lo largo de las vías. Paseaba despacito y en silencio. Antonio Hernández reparó en la menuda silueta cuando ya se acercaba. Sus ojos no daban crédito, le pareció un sueño más en medio de su tribulación, pues veía aproximarse a una monja con su hábito azul cielo.
Cuando la tuvo delante, Hernández la observó sorprendido. Era la vieja monjita de Albera, que Antonio ya recordaba de cuando era pequeño con un aspecto similar, como si siempre hubiera sido mayor o el tiempo ya no pasara por ella.
─¡Sor Consuelo! ¿Qué hace aquí?
─Suelo pasear por estos contornos.
Aquello no era del todo exacto, pero así la monjita tendría una mentirijilla que confesar en su próxima cita con el confesionario.
─¿Y tú qué haces aquí?
─Espero el tren ─dijo Hernández.
─¡Pero si aquí no para el tren, solo pasa!
Antonio Hernández la miró a los ojos.
─Estoy solo en la vida, madre. No tengo a nadie. ¡Vine a ver a mi hermano, lo único que me quedaba en el mundo, y me ha repudiado! Dice que vine a atacarle y a robarle, pero es mentira, es él quien me pegó.
Sor Consuelo comprendía. Se fijó en los moratones que Antonio Hernández tenía en la cara, producidos por la pelea con su propio hermano.
─Ningún creyente está solo ─dijo─. Aférrate a Dios y él no te abandonará. Tendrás al Amigo más importante que puede haber en la vida.
─Dios no ha hecho nada por mí, madre. Me he venido solo hasta las vías del tren, y Él no ha enviado a ningún ángel para evitarlo.
─¿Estás seguro? ─le preguntó la monjita.
Antonio Hernández la miró desconcertado.
─Abre tu corazón a Dios aunque te cueste ahora dentro del pozo ─siguió Sor Consuelo─ y verás cómo todo empezará a ir mejor. ¡Anda, ven conmigo al pueblo!
La monjita le extendió su pequeña mano huesuda. Hernández dudaba.
─¡No puedo, aunque quiera! ─dijo─. Fermín me ha denunciado a la policía y me detendrán. Sé que ya me están buscando. ¡Mi vida no tiene salida!
Sor Consuelo, que seguía con la arrugada manita tendida, le dijo:
─Dios es la salida, confía en Él y todo se arreglará. El inspector Leiva me dijo que te estaban buscando. Por eso he venido. Supuse que estarías por aquí. Te recuerdo de cuando eras niño, ¿sabes?, ya entonces te entristecías y salías corriendo. ¡Venga, vamos a hablar con el inspector! Allí podremos aclararlo todo.
Antonio Hernández se agarró con todas sus fuerzas a la manita de Sor Consuelo.
* * *
Sor Consuelo cumplió su parte del trato y yo cumplí la mía: ella trajo a Antonio Hernández a mi despacho de inspector en la comisaría de Albera, y yo retuve allí a su hermano Fermín para aclarar sus datos de la denuncia.
Al verse los dos hermanos en el mismo despacho, se miraron con odio. Antonio denotaba un odio reciente preso del miedo y la desconfianza; Fermín, un odio lleno de rencor y recelos antiguos ya difíciles de borrar.
Solo el hecho de que estuvieran en la comisaría, ante un inspector de policía y Sor Consuelo, impidió que se liaran de nuevo a puñetazos.
Sor Consuelo miró a Fermín con sus ojillos vivos y le dijo:
─Me alegra verte. Hace mucho que no pasas por Cáritas ni por la iglesia.
─No hace falta ir a la iglesia para ser un buen cristiano ─repuso Fermín─. Usted ha traído aquí a este delincuente. ¡Esto es una encerrona!
─Nada de eso. Solo quería preguntarte qué es para ti la piedad.
─¿Cómo? ─se rió Fermín en su cara─. Mi familia se hunde y usted me pregunta semejantes tonterías.
Antonio Hernández se hizo en un rincón, como perro apaleado. Yo aguardaba para ver qué carta pensaba sacar de la manga la astuta Sor Consuelo.
─Sí ─prosiguió la monjita─, ¿qué dirías que es la piedad, por ejemplo con un hermano? ¿Sabes que acabo de recoger a tu hermano Antonio de las vías?
─Con un buen hermano, sí ─replicó Fermín─, pero este es un pordiosero, que lleva toda la vida delinquiendo por el mundo, y ahora que se ha dado cuenta de que no consiguió nada, vuelve para robarme mi casa y mis tierras.
─Ahí quería llegar. ¿Tu hermano Antonio sigue teniendo derechos sobre la herencia de vuestros padres?
─¡Por supuesto que no! Él se fue como un aventurero a vivir al día por medio mundo mientras yo me quedé aquí trabajando duro las tierras de nuestros pobres padres, y cuidándolos con la ayuda de mi esposa hasta que fallecieron.
─Y Antonio sabía que era esa la situación.
─¡Pues claro que lo sabía!
─Entonces ─replicó la sagacísima monja─, si conocía que tenía todos los derechos perdidos, ¿para qué venir a agredirte a tu casa y romper todos los muebles? Más bien parece que lo hayas fingido tú mismo, porque tienes algo que ocultar.
Fermín se quedó callado, sin saber qué responder. Su inconsciente automático se tomó aquel puyazo como una ofensa a su resentido orgullo. Contestó, aunque ya tarde:
─¡Porque es un loco que quería sacármelo todo con la violencia!
Miré a Antonio Hernández, que seguía retraído en el rincón. No parecía un loco violento, a pesar de su atuendo desarrapado. Su hermano Fermín se mostraba mucho más agresivo y agitado, quizá porque tenía más que perder.
─Sugiero que hagamos una visita a la notaría ─dijo Sor Consuelo─. Podríamos llevarnos una sorpresa. Es posible que Fermín haya destruido el testamento de sus padres, pero que allí siga archivada una copia.
Así lo hicimos, custodiados por mis hombres de confianza. Sor Consuelo tenía razón. La última voluntad testamentaria de los padres era que, si regresaba su hijo pródigo, el heredero mayor, su hermano Fermín debía darle trabajo o al menos una pequeña pensión con la que vivir dignamente.
Fermín accedió a pagar la parte de mala gana, siempre vigilado por mis hombres. Antonio Hernández tomó el dinero, pues otro arreglo ya era imposible, prometiéndole a Sor Consuelo que se establecería en Madrid y pondría una tiendecita. Pero contento al menos al enterarse de que sus padres sí supieron lo que es la piedad.
Manuel del Pino Escritor