En aquel tiempo, Jesús decía al gentío: «El reino de Dios se parece a un hombre que echa semilla en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo fruto sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega».
Dijo también: «¿Con qué podemos comparar el reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después de sembrada crece, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros del cielo pueden anidar a su sombra».
Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender. Todo se lo exponía con parábolas, pero a sus discípulos se lo explicaba todo en privado (San Marcos 4, 26-34).
COMENTARIO
Muchas veces no somos capaces de captar el verdadero mensaje que nos revelan los evangelistas, porque conocemos sus obras por los «episodios» que, de forma aislada, escuchamos en las celebraciones litúrgicas (seguramente si el concepto de piña nos viene simplemente por las rodajas que comemos nos sorprenderíamos enormemente al descubrir como es, en verdad, viendo su forma natural completa). El evangelio de Marcos —aunque menos valorado en un principio que los otros sinópticos— es muy particular y tiene unos contenidos que lo identifican de forma singular —y que no vamos a tratar en este momento—; estos solo son apreciables si se lee y analiza de forma continuada todo el evangelio. Digo esto porque en lo que se refiere a las enseñanzas que Jesús pretende llevar a cabo a través de las parábolas, Marcos hace una distinción clara entre aquellas que dirige a la «gente» y las que forman parte del aprendizaje de los «discípulos» —como vemos de forma más evidente en 4,10-12—. ¿Por qué Marcos hace esta distinción?: según algunos especialistas en la materia, esta distinción va más allá de personas concretas, y marcan la diferencia en la interioridad del que escucha, en la fe, que es la aceptación de la revelación. Esta línea tan delgada delineada por la fe —que no está garantizada—, nos puede situar en un momento concreto en el lado de los discípulos, pero corremos el riesgo —si no existe defensa férrea de la misma— de pasar al lado de la «gente» que por «mucho que miran no ven y por mucho que oyen no entienden». Vivimos tiempos en los que la fe cada vez va a ser más probada. La fe —conviene recordar— no es una mera idea, ni tampoco la simple aceptación de una verdad conceptual. Santo Tomás, partiendo de una formulación de San Agustín, sintetiza la complejidad del acto de fe en torno a tres dimensiones que nos descubre el idioma latino y que nuestro idioma moderno no es capaz de captar: Credere Deo, Credere Deum y Credere in Deum; la traducción en nuestro idioma presenta dificultades porque literalmente sería algo así como: «creerle a Dios, creer en Dios, y creer hacia Dios». Esto quiere decir, de forma sencilla, que la fe implica: creer que Dios existe, creer en los contenidos de la fe en ese Dios y confiar en él y, por último que esa fe implique una vinculación, una adhesión, un seguimiento.
Las dos parábolas que nos presenta el evangelista Marcos las dirige a la «gente». En este «vocablo» algunos entendidos identifican a los «humanistas» que se creen que tienen la capacidad de asumir todo, de entender todo, de saberlo todo; incluso hacen suyo el comportamiento religioso con fines personalistas. Marcos, nos presenta un Reino de Dios que solo es posible si Dios habita en nuestro interior, porque el fruto que da este Reino no es humano: ¡es divino!; ¡es el mismo Cristo encarnado que se hace realidad en aquel en el que habita el Espíritu Santo! El fruto del Reino de Dios es el Credere in Deum: creo y, por lo tanto, soy uno con mi Dios, produzco «obras de vida eterna»; no porque yo sea especial, sino porque «ya no soy yo, sino es Cristo el que habita en mi» (cf. Gál 2,20); de aquí la necesidad de conversión: la preparación de nuestro interior.
En la segunda parábola, Dios nos recuerda algo esencial para nuestra fe: Él ha querido habitar entre nosotros hasta tal punto de hacer suya nuestra pobre naturaleza humana —la semilla más pequeña—, dándonos la posibilidad de participar en su divinidad presente en su Reino; por esto, este Reino es posible que nazca, por obra del Espíritu Santo, en nosotros, a pesar de nuestra debilidad, de nuestra pequeñez, de nuestra miseria; como bien expresa San Pablo en la 2 Cor 4,7: somos pobres vasijas de barro que Dios ha elegido para depositar en ellas su gloria, de tal forma que nuestra pobreza enriquezca a muchos, la luz que irradiamos ilumine la oscuridad producida por el pecado y por la ausencia de Dios en la vida de los hombres. Es el Reino de la que es ciudadana la «pequeña María» que, llena del Espíritu Santo, exulta en el Magnificat.
Estas parábolas nos llaman a la esperanza, porque, aunque parezca que la Iglesia vive «horas bajas» (cada vez somos menos los creyentes, no hay vocaciones, se vacían los conventos…), DIOS ES; continúa marcando los tiempos, prosigue —sin que sepamos cómo— realizando el milagro de la germinación de la semilla, haciendo posible el fruto; Él es el que crea de la nada, el que nos sorprende constantemente con la «obra de sus manos». Que el enemigo no nos haga caer en la desesperanza: «Haz memoria de Jesucristo, resucitado de entre los muertos» —recomienda Pablo a Timoteo—; no nos olvidemos nunca que este Reino —que se encuentra entre nosotros— comenzó en una tarde oscura, en un monte donde tres cruces se alzaban; en la de en medio se encontraba una semilla sembrada por Dios y que muchos creían ineficaz, estéril y, sin embargo, esta se ha convertido en «fruto permanente» que sacia y del cual todo hombre, de corazón sincero, puede alimentarse, hasta que poseamos en plenitud el Reino de Dios, que nos es anunciado por el evangelista Marcos.