Carta a mi Señor: Ángela C. Ionescu
Todavía perpleja por lo que me dicen las ramitas de boj que, hincadas en tierra, alegran no solo mi vista, sino sobre todo mi corazón, las miro y me pregunto qué habría sido de ellas si hubieran seguido el curso que yo les había marcado en vez del derrotero de ahora, totalmente inesperado. Si hubieran llegado a las manos de las personas para quien las había preparado, ¿cómo serían en estos momentos, dónde estarían?
Me imagino a una de esas personas con la rama en la mano. Seguro que reconocería mi gesto de cariño y de recuerdo y sopesaría cuidadosamente, como siempre movido por la caridad, dónde y cómo colocarla mejor en homenaje a mí. Y me imagino a la otra persona mirando con ternura la ramita, no tanto con sus ojos cálidos como con su corazón repleto de bondad, mientras pensaría: “Pobre ramita que crecía en el bosque”… Ni siquiera creo que recordaría que procedía de mí. Y puede que la volviera a poner en agua o la cubriría quizá de tierra.
Pero en esta ocasión, como tantas veces, mis planes no han sido los tuyos, Señor. Como tantas, ¡tantas! veces los tuyos eran diferentes. Y como siempre, tus planes eran mucho más altos que los míos. Yo me quedaba en un simple símbolo de recuerdo y cariño. Mi visión era bonita, corta y limitada, a mi medida humana, a mi medida pequeña. Tú me enseñabas una lección más de amor, con un camino largo que iba mucho más allá, con la belleza de tus cosas profundas, nunca del todo abarcables. Dejado en tus manos, si es auténtico, el amor no falla nunca. De haber seguido mis propósitos, antes o después, las ramitas habrían terminado en la basura, después de secarse en la reja de una ventana. Ahora están en tierra, vivas, quizá luchando para mantener esa vida, lo que no puede ser fácil en sus circunstancias. Pero están y tenazmente, lo intentan. Y me doy cuenta de que gracias a que mis planes no se cumplieron, tienen la oportunidad de vivir. Lo mismo ocurrió con otra planta tirada a la basura en una jardinera vieja un poco rota. Un amigo cogió la jardinera para transportar unas macetitas; una vez todas en su sitio, me dio lástima tirar aquel vestigio de planta. La regué un poco, la cubrí con algo de tierra y cuando vi que prosperaba, la trasplanté en tierra buena y la coloqué entre las que cuido día tras día. Ahora crece alegremente bajo el sol del verano. De haber seguido el camino al que la habían arrojado, hoy no existiría. Simplemente un instante de compasión mía cambió su rumbo y le regaló la vida. Por no seguir mis planes, las ramitas de boj viven. Por haber torcido yo los planes del que tiró la planta en la jardinera vieja, la planta vive… Y la respuesta es la de siempre: haz aquello que más amor implique, lo que más favorezca la vida.