En aquel tiempo, Jesús, pasaba por ciudades y aldeas enseñando y se encaminaba hacia Jerusalén. Uno le preguntó: «Señor, ¿son pocos los que se salven?». Él les dijo: «Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, pues os digo que muchos intentarán entrar y no podrán. Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta, diciendo: “Señor, ábrenos”; pero él os dirá: “No sé quiénes sois”. Entonces comenzaréis a decir. “Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas”. Pero él os dirá: “No sé de dónde sois. Alejaos de mí todos los que obráis la iniquidad.” Allí será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán, a lsaac y a Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, pero vosotros os veáis arrojados fuera. Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios. Mirad: hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos» (San Lucas 13, 22-30).
COMENTARIO
¿Serán pocos los que se salven?… Porque este es el “quid” de la cuestión. A ver si vamos a estar aquí “fastidiándonos” es esta vida y encima nos vamos a perder la otra. Como diría el genial José Mota: “Si hay que ir se va… pero ir “pa ná”. Si la pregunta se la hubiesen hecho (lo digo con ironía, pero desde el respeto) a un “testigo de Jehová” hubiese tenido clara la respuesta: 144.000, que así lo dice el Apocalipsis. Pero para mí, que la contestación que esperaba el que preguntaba sería algo así como lo que plasma en una antológica viñeta de los años 60 el magistral Mingote en la que aparecen tres personajes de aspecto carpetovetónico y una señora proclama asertivamente a su interlocutora ataviada con el “velo de misa”: “No mujer, lo de la libertad de conciencia es para tranquilizar a la gente moderna. Porque al Cielo, lo que se dice al Cielo, iremos los de siempre”. Mi padre, creo que lo tenía más claro y por ello no apuntaba a los méritos personales sino a la misericordia de Dios. Decía sabiamente: “Si en el “quinto” no hay perdón y en el “sexto” no hay rebaja; ya puede nuestro Señor llenar los cielos de paja”.
Lo que sí parece claro en la respuesta de Jesús es que no habla de número, pero sí de tamaño. La puerta es “estrecha”. O sea, habrá efecto embudo. Lo primero que podría deducirse por tanto es que serán “pocos”, porque por una puerta pequeña no cabría mucha gente. Pero un embudo, bien utilizado no solo da la posibilidad de introducir mucho líquido en un recipiente grande de boca pequeña, sino que además puede evitar que se derrame. (“Esta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día.” (Juan 6, 39)
Cuando se llega a una “puerta estrecha”, hay que ser educado y es mejor ceder el paso que no competir por quien entra primero y formar un tapón. Y no solo por cortesía sino también por eficacia. Por desgracia, todos conocemos noticias de aplastamientos en situaciones de pánico. Hay situaciones en las que el último entra mejor.
Pero no solo basta el orden. También hay que caber. Ahora que en el verano se suelen añadir unos cuantos kilitos de más a los kilitos de más que ya hay en el cuerpo (hablo por mí), y basta que aparques el coche al lado de otro con poco espacio que, con la apertura de puerta estrecha no hay más remedio que plantearse la necesidad de aliviar peso.
Y también por fuera. Que hay quien piensa que hay que cargar la mochila de méritos, la mayoría como el poliespán: mucho bulto y poco peso, que terminan formando un fardo de tal dimensión que te deja atorado en la puerta y que, al final, o te quedas fuera con tu petate o te tienes que desprender de él. Por la puerta estrecha solo caben los ligeros de equipaje. Además los auténticos méritos suelen dejar cicatrices, incluso alguna mutilación y esto no ocupa espacio.
Por último; siempre que leo este pasaje del Evangelio, me viene a la memoria la Basílica de la Natividad en Belén. Mandada construir por Justiniano en el año 529 tiene aspecto de fortaleza medieval pero solo se puede acceder por una diminuta puerta que obliga a ir de uno en uno y agachado.
En su homilía durante la Santa Misa de la Nochebuena de 2011, Benedicto XVI se refirió a este acceso al templo: «Quien quiere entrar hoy en la iglesia de la Natividad de Jesús, en Belén, descubre que el portal, que un tiempo tenía cinco metros y medio de altura, y por el que los emperadores y califas entraban al edificio, ha sido en gran parte tapiado. Ha quedado solamente una pequeña abertura de un metro y medio. La intención fue probablemente proteger mejor la iglesia contra eventuales asaltos pero, sobre todo, evitar que se entrara a caballo en la casa de Dios. Quien desea entrar en el lugar del nacimiento de Jesús, tiene que inclinarse. Me parece que en eso se manifiesta una cercanía en esta Noche santa: si queremos encontrar al Dios que ha aparecido como niño, hemos de apearnos del caballo de nuestra razón “ilustrada”. Debemos deponer nuestras falsas certezas, nuestra soberbia intelectual, que nos impide percibir la proximidad de Dios” (Benedicto XVI, Homilía, 24-XII-2011).
Para entrar a contemplar el Misterio del Dios hecho niño, hay que inclinarse. Para contemplar el Misterio de Jesucristo victorioso, sentado a la derecha del Padre, también.