“¡Ven, amado mío, salgamos al campo! Pasaremos la noche en las aldeas… Allí te entregaré el don de mis amores. Las mandrágoras exhalan su fragancia. A nuestras puertas hay toda suerte de frutos exquisitos. Los nuevos, igual que los añejos, los he guardado, amado mío, para ti” (Ct 7,12-14).
El huerto que con tanto mimo y cuidado ha cercado el amado y regado con su fuente propia, ha llegado a ser un vergel que alegra a todos los que recorren sus ojos por él. La vistosidad policrómica de sus frutos junto con sus fragancias, ofrecen un espectáculo paradisíaco. No hay duda, el esposo sabía lo que quería.
Toca ahora escuchar a su amada quien, abandonada al amor, se dejó hacer huerto y fuente para quien y por quien vive su alma. Coge a su de la mano y lo introduce por los caprichosos dibujos del florido vergel brindándole sus frutos. Ningún transeúnte ni advenedizo tiene acceso a este su paraíso. Su sola exposición a la curiosidad ajena, sea quien fuere, haría marchitar sus frutos. Los ha guardado hasta con violencia; son para él, sólo para él. Representan su entrega, la carta credencial de que sus amores son exclusivos e incondicionales; son como secretos que guardan, en la intimidad de los corazones, cascadas de melodías solamente audibles para ellos. Son frutos, amores madurados tantas veces en las tinieblas que, si fueran de dominio público, sería una intrusión que asesinaría en el alma los más bellos e inimaginables amores. Son historias muy personales que no se comparten.
De la intromisión en este espacio, tan divino como humano, nos habla Jesús en su Evangelio, el Canto de Amor de Dios al hombre por excelencia, la cúspide infinita por donde vuela y reposa, al mismo tiempo, el alma. De esta imperdonable –por estúpida y necia- intromisión, nos habla el Hijo de Dios para prevenirnos a todos de la corrupción espiritual, la más terrible de todas: “En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos… Haced, pues, y observad todo lo que os digan; pero no imitéis su conducta, porque dicen y no hacen… Todas sus obras las hacen para ser vistos por los hombres” (Mt 23,2-5).
La denuncia de Jesús no puede ser más demoledora. Las obras que hacen los escribas y los fariseos (ayunos, limosnas, oraciones, etc.) son su jactancia, el escaparate ofrecido a los ojos de los hombres. Nada se guarda para Dios…, no sea que no exista, por lo que más vale pájaro en mano que ciento volando.
Por supuesto que un razonamiento así nunca saldrá de sus bocas. Son demasiado “rectos” para hablar de este modo; pero lo cierto es que viven como si así razonaran. Lo que Jesús les está delatando con la exposición pública de su hacer no es ni más ni menos que la devaluación total del amor que dicen profesar; digamos que lo han herido de muerte. Es la denuncia de una violación. Ha sido violada la intimidad del amor al haber sido puesto en el escaparate de las vanidades.
Si hay algo que da consistencia al amor y a sus amantes es la soledad, la privacidad y el secreto. Estos tres componentes dan como un toque de complicidad que hermosea aún más la relación del amado y la amada. Complicidad, misterio, secreto, intimidad, todo ello queda devastado cuando sus obras, las del amor, se han utilizado como moneda de cambio para alcanzar la admiración y la alabanza de los hombres. Es todo lo contrario de la actitud de la esposa del Cantar de los Cantares: “Te entrego mis amores, mis frutos, los he guardado para ti”.
El Hijo de Dios es radical en esta su acusación, pues es consciente de la poderosa atracción que ejerce la gloria vana, la que se dan los hombres recíprocamente; todo ello no denota sino un abismal vacío espiritual. Recordemos a este respecto la oración que otro gran místico de Israel eleva hacia Aquel que cautivó su corazón. Consciente del peligro de perder este “cautiverio”, acerca su alma hacia Él suplicándole: “Aparta mis ojos de mirar vanidades, con tu palabra vivifícame” (Sl 119,37).
He ahí la más terrible de todas las vanidades: la del alma. Otro salmista la nombrará como uno de los impedimentos, si no el mayor, que bloquea los pasos del hombre en su caminar hacia Dios; no hay como estar en su presencia con esta lepra del espíritu. Nuestro salmista, a una pregunta que se hace a sí mismo -¿quién subirá al monte de Yahvé?, ¿quién podrá estar en su recinto santo?-, se responde sin el menor titubeo: “El de manos limpias y puro corazón, el que no lleva su alma a la vanidad” (Sl 24,3-4).
Jesús pone un nombre a la vanidad del alma: búsqueda y compra de la propia gloria. La radical perversidad de este anhelo es de por sí un frontal menosprecio de la gloria de Dios, del mismo Dios; lo cual es impedimento insuperable para la fe: “¿Cómo podéis creer vosotros, que aceptáis gloria unos de otros, y no buscáis la gloria que viene del único Dios?” (Jn 5,44).
¡Gritad, pregonad, trompetead vuestras obras! -clama el profeta Amós-. ¡Anunciadlas con toda pomposidad…! Oigámosle: “¡Llevad de mañana vuestros sacrificios, cada tres días vuestros diezmos; quemad levadura en acción de gracias, y pregonad las ofrendad voluntarias, voceadlas, ya que es eso lo que os gusta, hijos de Israel…!” (Am 4,4-5).
El problema de todos estos hombres es solamente uno, y nos es muy cercano. Consiste en que lo visible se puede ver, mientras que el Invisible está por ver, nunca mejor dicho. Así las cosas, es mejor asegurarse el reconocimiento público. Como podemos observar, es una forma encubierta de si no negación de Dios, sí el no tenerle mucho en cuenta, sobre todo cuando está sobre la mesa el juego de la propia gloria.
Antonio Pavía.