«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Os aseguro que difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos. Lo repito: Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el reino de Dios”. Al oírlo, los discípulos dijeron espantados: “Entonces, ¿quién puede salvarse?”. Jesús se les quedó mirando y les dijo: “Para los hombres es imposible; pero Dios lo puede todo”. Entonces le dijo Pedro: “Pues nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué nos va a tocar?”. Jesús les dijo: “Os aseguro: cuando llegue la renovación, y el Hijo del hombre se siente en el trono de su gloria, también vosotros, los que me habéis seguido, os sentaréis en doce tronos para regir a las doce tribus de Israel. El que por mí deja casa, hermanos o hermanas, padre o madre, mujer, hijos o tierras, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna. Muchos primeros serán últimos y muchos últimos serán primeros”». (Mt 19,23-30)
La advertencia del evangelio es muy clara: “Os aseguro que difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos”. Y, para mayor énfasis lo vuelve a repetir. El evangelio dice lo mismo con otras palabras: “si no vendéis todos vuestros bienes no podréis entrar en el reino de los cielos” y, “si no os hacéis como niños no entraréis en el reino de los cielos”. ¿Por qué esta dificultad? Nadie puede estar en plena comunión con Dios si no está completamente abandonado a su amor. Esto no lo puede hacer el rico. Ahora bien, conviene precisar quién es rico. No solamente el que tiene bienes materiales sino que todos aquellos que presentan sus posesiones, también lo que llamamos nuestros derechos, nuestras razones, nuestros deseos, y todo aquello que reclamamos como nuestro, pues quien algo tiene y defiende, es rico.
¿Qué es lo que impide que un rico herede el Reino? No exactamente sus riquezas sino lo que estas comportan. Pues todo rico se convierte necesariamente en un asesino, ya que si alguien intenta arrebatarnos nuestras posesiones —nuestra razón, nuestros derechos, o cualquier cosa que queramos defender— se convierte en nuestro enemigo, al que hay que rechazar y matar aunque solo sea en nuestro corazón. Muy bien lo describía Francisco de Asís: si yo tengo un campo, por ejemplo, tendré que defenderlo para que nadie me lo arrebate. Habré de ponerle vigilancia y el vigilante deberá estar armado como medida disuasoria. Y si, a pesar de todo, alguien intenta arrebatármelo, habrá que hacer uso del arma y matar al asaltante; por tanto, si tengo un campo, me convertiré, tarde o temprano, en un asesino. Por lo que no quiero tener nada.
El cristiano sabe, por su parte, que nada tiene como propio, pues todo lo que posee lo obtiene como gracia. Por lo tanto, no exige, no defiende, se abandona al amor de Dios y bendice por todo lo que se le concede, agradable o desagradable. Ni murmura ni se queja sino que bendice en todo tiempo.
Ahora bien, este despojamiento no es fin en sí mismo; Dios no nos quiere pobres, sino que ha venido a llenarnos de sus riquezas, pero para poder ser llenados de Dios hemos de estar vacíos de nosotros mismos, pues si estamos llenos de nosotros no podemos ser llenados de Dios. Por eso añade Jesús a sus discípulos, a aquellos que lo han dejado todo: “El que por mí deja, padre o madre, mujer, hijos o tierras, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna.” Pues como dijo un buen conocedor del despojamiento interior: “para ir a donde no sabes, has de ir por donde no sabes. Para tenerlo todo has de darlo todo”.
Ramón Domínguez