¿Qué es un hijo? Si conociéramos la respuesta en toda su amplitud —a lo ancho— y profundidad —a lo bajo y alto— quizá comprendiéramos qué supone deshacerse de él. El aborto no es algo de hoy; pero está en boca de todos: de los que lo defienden, de los que le contradicen y de los que no opinan o no toman postura porque no va con ellos.
Hay una cuarta posición: la de aquellos progenitores varones a los que apenas se “atiende” en la dialéctica del asunto, a pesar de tener mucho que ver en el tema. Una cuestión —de mayor o menor alcance o significación— es la de la apropiación que el feminismo actual ha hecho del “caso aborto”, como enseña de diferenciación de sí mismo; entre otras, claro. Bien es cierto que sin masculinidad lo que el feminismo tiene de femenino se reduce a prácticamente nada. Pero los problemas cuando se plantean en su vertiente más afiladamente dialéctica suelen adolecer de una reducción que les empobrece extremadamente: es el caso del aborto como “asunto de mujeres”, en el que son ellas las que tienen el derecho a decidir. Esta reivindicación, por tan fuertemente subrayada y gritada en las afueras de la conciencia individual colectiva, se asemeja a la de quienes acceden a la “mayoría de edad” con un fuerte sentimiento de aún ser menores y por ello sentirse impedidos a recibir, en desecho, (!) lo que les corresponde. Pero hoy hablamos de otra cosa.
Tampoco es el objeto de esta reflexión si el concebido —con más o menos curso de vida recorrido cuando nos asomamos a verlo— es solo embrión, solo embrión humano o ya una persona, o incluso una “persona porque lo dice la ley”.
A lo mejor sería interesante empezar por decir que el concebido es hijo de alguien. Casi seguro que todos aceptamos que este alguien sí es ¡ya! persona humana. Hablemos, pues, del hijo y de los hijos.
todo hombre es hijo de alguien
¿Es imprescindible una posición creyente para hablar del hijo? Al menos hay que creer que “creyente” es término de amplio alcance semántico y de un infinitamente más amplio alcance antropológico y existencial. Creyente es todo hombre que un día fue engendrado por alguien y que desde entonces es hijo de ese alguien. Mientras el alguien sea conocido personalmente, la “fe en cuestión” cobra un relieve tal que la condición de ser hijo acompaña toda la vida, entrando en la urdimbre de la existencia personal de un modo posibilitante: supone una condición inicial de progresiva madurez psíquica y emocional fundamental. Si alguien es desconocido, la “fe en cuestión” recorre otros caminos y cursa en la psicología del afectado de manera diversa: queda por ver si este curso le es positivo o negativo.
Pero “fe en cuestión” es inevitable; es decir, para hablar del concebido como hijo hay que creer que ha sido engendrado por alguien, aun en los concretos casos que no se hubiera deseado engendrarlo. Hay una fe incondicionada, que viene “puesta” —por no decir “impuesta”— por los hechos y que posibilita entenderlos y comprenderlos al modo como los seres humanos comprendemos, y que a los otros seres que también procrean no les es dado.
Una fe así es plataforma de esa “otra fe” que de arriba nos viene; como la lluvia, para todos, aunque solo algunos la oigan como quien “no oye llover”, gracias a Dios. Hablar del hijo es hablar de un fruto de la vida —unas veces tan querido, otras apenas querido y otras no querido y apenas percibido, consecuentemente, como tal— y de un don de Dios. Para quienes creemos en Dios, en cuanto al hijo se refiere creemos que Dios da los hijos porque “precisamente” —solo en sentido significativo y trascendente, no cronológico— nos ha dado con la vida la paternidad: tuvimos padres y ahora lo somos nosotros, y puede que en un futuro seamos padres de los padres de otros hijos. Esta secuencia de pasado, presente y futuro entraña una estructura temporal y relacional de parentesco, de formidable fuerza contra el desgaste a que el tiempo somete a todas las cosas.
apego a la continuidad
“Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar” (Ex 20,12). Estas palabras del Decálogo no solo tienen un aspecto formal normativo y regulativo de las más elementales relaciones parentales, para la salvaguarda de la cohesión del clan o familia. La adición de la promesa es indicio claro de la memoria tribal que garantiza la cohesión del grupo social. No solo es esto, aunque también.
Mantenerse, prolongarse sobre la tierra es una aspiración sociológica, antropológica, especialmente individual e incluso metafísica: un principio de apego a la pervivencia podría definirnos como nos define nuestra racionalidad o nuestra capacidad simbólica. Saber que nos morimos es a la sabiduría como el “temor de Dios” bíblico, solo que empuja a la existencia por detrás mientras que aquel lo hace por delante; por eso la muerte nos llega al “final” y el “temor de Dios es el “principio” del saber” (Eclo 1,14.16.20).
Honrar al padre y a la madre es tarea de los hijos para pervivir. También estos padres honraron a los suyos y perviven en el amor de sus hijos… La palabra cuarta de las Diez que forman el “Decálogo” expresa una metafísica honda sobrevenida de la experiencia radical de ser un hombre ahí, en el mundo; puesto en la tierra con el empeño de prolongarse en ella…, aunque para esto haya de morir.
Dicho lo mismo de otra manera: los hijos, al inicio de todo, en lo más primero de su ser natural, son mucho más que embriones discutiblemente humanos, o seres que llegarán a ser personas en un cierto tiempo biológico; son la garantía de nuestra constitución como terrícolas, como hombres vivos en la tierra…; porque ¿dónde, si no, vamos a vivir nuestra condición de hombres más que en esta tierra? Ciertamente: ya que de la tierra fuimos tornados y a ella volveremos.
Un embrión es un hijo; sea cual sea el modo o camino de “llegada a este mundo”. Solo una cosa es exigida como condición sine qua non: no cortar la posibilidad de llegar; no abortar la apetencia intrínseca a estar en este mundo que por ser hijo tiene, aunque sea en el estado de mórula.
de dos carnes, una
La Palabra de Dios no es un añadido peduncular a la existencia que puede —y debe, según algunos— ser amputado por el bisturí de la razón lúcida y suficiente, es decir, práctica e instrumental hasta el extremo de dejar de ser razón. Incluso para esta es motivo de reflexión y atención. La fe mejora la naturaleza; nos mejora.
El ser humano es una sola carne (basár éhjad) en dos consecuciones: una Adán, y otra Eva. (Gn2,24). La misma carne, varón y varona, como dijo el mismo Adán (v.23), nada más verla. Tan una misma carne son que son “carne única”, singular y del todo diferente a las demás carnes. ¿Cómo no, entonces, dejarlo todo, padre y madre, para unirse a ella? (v.24). Este dejarlo todo es condición para una unión tan definitiva; luego se vuelve a ese todo, que es la sustancia del cuarto mandamiento.
Estar en la tierra, estar puesto en Edén, al oriente, es una magnífica forma de explicar que la implicación hombre, mujer y mundo establece una relación de formidables consecuencias: la primera es que la carne de ambos se singulariza en la unión: no tanto en el acto de unirse cuanto en el resultado, porque de la tierra es el propio fruto y la perduración que todo fruto lleva en sí, en su semilla: el hijo. La experiencia ancestral —la mórula de la filogénesis— es una articulación hombre–tierra fundamental y fundante de humanización.
El hijo dice que nuestra carne es absolutamente diferenciada: “de dos, una”, mirando a perdurar en la estancia humana en la tierra. Por el hijo lo terreno, lo hecho de tierra deviene humano, carne humana. La carne, por lo que compartimos semejanza de naturaleza con el reino mineral, vegetal y animal, transciende esta condición: nuestros hijos no son crías sino eso, hijos. Y además está abierta a un sentido que en su línea límite deja nuestro tiempo de vida en disposición de pasar al otro lado. Es como si la existencia humana topara con una puerta que cierra el caminar, pero que nos advierte de que precisamente por eso es puerta, porque “ocupa” un hueco que da acceso a otra cosa. Para tan solo ocluir el agujero o el hueco por el que pasar, no habríamos puesto una puerta: lo habríamos dejado cerrado a cal y canto y todo sería pared o muro.
una posibilidad de vida
La experiencia límite llama a la esperanza. El embrión es incapaz de pasar a la esperanza desde la experiencia de la finitud, la radical limitación y la muerte. El hijo sí puede. Precisamente por esto los hombres y mujeres no generamos embriones, sino que engendramos hijos. El cuarto mandamiento del Decálogo bíblico lo expresa perfectamente al añadir la promesa de prolongar los días sobre la tierra, a pesar de que su horizonte existencial aún no hubiera alcanzado a ver otra vida post mortem. La fe en la vida post mortem llegará más tarde al pensamiento bíblico. Pero la realidad sobre la que la fe descansa es anterior; la fe no crea la realidad, es esta la que despertará aquella.
En el tema de nuestra condición carnal, de nuestra manera de ser en el mundo, la revelación de Dios le muestra una puerta abierta a la injusticia que el morir y el sufrir presentan. Nacer para morir entraña una contradicción tal que urge una salida: la esperanza de la pervivencia anclada en la misma carne. Un hijo es carne de nuestra carne: es la visibilización de una posibilidad de vida. No se puede “decir” mejor que la razón esperanzada tiene vigencia, que la esperanza arrastra la historia, y la Historia encuentra su discurrir con norte, con punto de llegada.
Como siempre, la Escritura invita a una reflexión ulterior precisamente porque supone la realidad natural sobre la que reflexionar, no valdíamente, sino creadoramente: en el orden del ser y del esperar. Volveremos sobre ello.
César Allende García