Levantando los ojos al cielo, oró Jesús diciendo: “Padre: ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti y, por el poder que tú le has dado sobre toda carne, dé la vida eterna a todos los que tú le has dado.
Te ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por estos que tú me diste, porque son tuyos.
Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del maligno. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos en la verdad; tu palabra es verdad. Como tu me enviaste al mundo, así los envío también al mundo. Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad. No solo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos sean también uno en nosotros, para que el mundo crea que tu me has enviado. Yo les di la gloria que tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean completamente uno de modo que el mundo sepa que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí. Padre, este es mi deseo: que los que tu me has dado estén conmigo, donde yo estoy, y contemplen mi gloria, la que me diste, porque me amabas, antes de la fundación del mundo. Padre justo, si el mundo no te ha conocido, yo te he conocido, y estos han conocido que tú me enviaste. Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre, para que el amor que me tenías esté en ellos, y yo en ellos” (San Juan 17, 12.9.14-26).
COMENTARIO
Para celebrar de forma solemne que Jesucristo es el sumo y eterno Sacerdote, no será fácil encontrar otros pasajes más sublimes que los que hoy la Sagrada Liturgia presenta para la eucaristía. Su densidad es enorme, destaca la unidad, la verdad, la sucesión apostólica, etc. Pero buscando la esencia sacerdotal, que en Jesucristo es nueva y definitiva: oferente, víctima, altar, tempo y culminación del sacerdocio, he querido ver en “la misión”, en el para qué, el vector que imanta todo. Por algo acababa de decir que el pecado del mundo es de increencia: “En lo referente al pecado, porque no creen en mí” (Jn 15, 9).
Jesucristo habla al Padre, a su Padre, al que nos da y devuelve como suyos. Es su histórica y permanente “oración sacerdotal”. Nos regala el inimaginable don de la vida eterna, nos confirma en la mayor dignidad posible como hijos suyos, pide que nos libre del maligno, nos envía, quiere para nosotros que nos santifique la verdad – contenida en su palabra -, que su obra perdure a través de de las sucesivas generaciones de creyentes, enfatiza en la unidad que tiene su fundamento e inspiración en su relación intratrinitaria, implora que podamos estar donde él, que alcancemos contemplar su gloria, que conozcamos su nombre (su poder) y, en definitiva, que reconozcamos su venida. No cabe pensar en mejor y más completa oración personal del Hijo hacia el Padre. Pero todos esos inconmensurables bienes, deseos de bien formulados por Jesucristo, descansan en una finalidad última; que crean, que nosotros creamos. Y no porque sea lo último, sino porque es la base de todos esos bienes inconmensurables.
Pero es que creer es muy difícil. Esta salvadora voz del Pastor se tiene que abrir paso frente a multitud de ruidos, seducciones, presiones y falsos profetas. Por eso el deseo profundo de Jesús se concreta en una petición: “que crean”. Todo lo da por bien empleado, incluida su auto inmolación (nadie me quita la vida, la doy voluntariamente) por lograr que los suyos crean. Y no en abstracto, como una filosofía, sino en un acontecimiento concreto; que crean que Tú me has enviado.
Porque es muy comprensible seguir esperando (recuérdese a Benedicto XVI explicando “la gran decepción”; esperábamos al Mesías y sólo tenemos a la vista una birria, la Iglesia). También es fácil compartir el derrotismo de los caminantes hacia Emaús; habíamos presenciado grandes prodigios, habíamos concebido grandiosas esperanzas, pero ahora todo se ha esfumado, el fracaso es ya evidente, ya no hay cristiandad. Los padres de la sospecha, y sus numerosos seguidores, o adaptadores, se jactan en nuestras narices; “¿Dónde está tu Dios?, ¿dónde está ese Dios?” El mal, la violencia, el egoísmo, la tiranía, el sinsentido, la mentira campa a sus anchas; incluso la cerrazón a la vida amenaza la supervivencia de la propia especie humana. ¿Quién hará justicia frente a los poderosos? ¿Cómo van a resistir los corderos frente a los lobos? La violencia se expande para prevalecer impunemente. Ese grito desesperanzado es el que escucha y remedia nuestro intercesor y Redentor.
Por todo ello, necesitamos al Hijo-sacerdote, para que nos salve; El no pide al Padre que nos saque del mundo, pero si que nos libre, o liberte, de las asechanzas de demonio. Y nos advierte sobre la persecución o el rechazo; ya lo ha experimentado Él, que no es de este Mundo ni puede ser amado de él. Y todo descansa en una realidad constatable; la unidad. La descomunión, los cismas, el disenso, las rivalidades y los antagonismos dan la razón a la desesperanza y al terror que produce el hombre ante sí mismo, con una capacidad de destrucción ilimitada está a merced de su voluble designio.
El saludo de Cristo, popularizado por San Juan Pablo II – “No tengáis miedo”- sólo cobra sentido si se descansa en el Señor, orando con el salmista; El Señor es mi pastor nada me falta. Hoy añade un anhelo de amor existencial; andar donde Él está y contemplar su gloria. Comprobar y gustad el amor de Dios, el que se da en la Trinidad y que da soporte y esperanza a nuestra unidad, que nunca podrá ser completa si no es en comunión con la unidad que ya experimentan el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo, a la cual nos invitan gratuitamente. Y permanentemente, porque Jesucristo es el mismo ayer, hoy y mañana.