En aquel tiempo, llegaron la madre de Jesús y sus hermanos y, desde fuera, lo mandaron llamar.
La gente que tenia sentada alrededor le dice: «Mira, tu madre y tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan».
Él les pregunta: «¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?».
Y mirando a los que estaban sentados alrededor, dice: «Estos son mi madre y mis hermanos. El que haga la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre» (San Marcos 3, 31-35).
COMENTARIO
Jesús no tiene favoritismos ni predilecciones familiares. Para nosotros, los de la familia son siempre favoritos, tienen privilegios que consideramos naturales, procuramos darles un trato más cercano y prioritario en nuestros asuntos. Son enchufados de sangre.
Nos cuenta el Evangelio de hoy que Jesús está con un grupo de personas que sentadas a su alrededor le escuchan con gozo. Cuando le avisan de que han llegado su madre y sus familiares cercanos o hermanos, Jesús podría haber interrumpido su dialogo con aquellos con los que estaba para saludar personalmente y atender a los suyos. Todos le hubiesen disculpado. Otros más prioritarios han entrado en escena y Jesús debe ir con ellos. La familia es la familia. Pero Jesús nos sorprende con su aparente frialdad y ante el aviso de que han llegado sus allegados, no para su actividad con aquel grupo, no les deja y se va con los favoritos. No sólo se queda sino que aprovecha la ocasión para aclararnos que el trato con Dios está por encima de cualquier lazo de sangre. Esta escena en la que Jesús no parece mostrar sentimentalismos ni debilidades humanas frente a sus más íntimos, recuerda a lo mismo que hizo de jovencito cuando a su madre le recordó, después de buscarle angustiada tres días, que tenía que ocuparse de las cosas de su Padre. Y también lo hizo cuando en Caná no puso mucho interés inicialmente por hacer aquél milagro que su madre le propuso.
A Jesús no le mueven los vínculos de sangre, ni los favoritismos, sólo le mueve el amor. Todo aquél que se sienta y le escucha, como en aquél grupo, es su “madre y sus hermanos”. No nos haremos santos por pertenecer a la Familia de la Iglesia o por tener un primo cura. Iremos al Cielo si escuchamos a Jesús y cumplimos su palabra
Jesús, después de dejar claro que lo esencial en la vida son los vínculos de amor y no otros, les deja también claro a sus oyentes que esa cercanía solo tiene que tener un objetivo: cumplir la voluntad de su Padre.
Como siempre, el Evangelio en escenas simples y conversaciones breves y aparentemente sencillas, nos muestra caminos para la vida espiritual profunda, caminos seguros que nos conducen a la Vida.
Siéntate cerca de Jesús. Ve a la Iglesia, siéntate y mira el Sagrario; allí está Jesús, no lo dudes. En ese silencio de los sentidos, en ese universo de la fe; ahí estarás como aquel grupo que escuchaba a Jesús. Deja que te diga lo que quiera decirte, no es tu voz ni tu psiquismo inquieto el que te habla, es el mismo Dios el que te habla. Y luego pon por obra lo que has escuchado, lo que sabes que es la voluntad de Dios.
Siéntate, para en tu vida tanto lío insoportable que siempre creemos importante. Haz silencio de cosas, de personas, de asuntos y preocupaciones. Silencio de gente y de mundo, de bullicio persistente. Y en el silencio, escucha al Señor, ahí se oye su voz, en el silencio de mundo y de ambiciones. Ahí escucha al que te dice: tu eres “mi madre y mi hermano”, tu eres de mi familia, la familia de los hijos de Dios. Y no te olvides de poner por obra esa voz, eso que llamamos voluntad de Dios y que es el querer del que solo sabe amar. Es imposible equivocarse en la vida cuando se sigue el querer de Dios. Pero es imposible también conocer su querer si no nos sentamos a escucharle.
Siéntate, escucha y obra. Una receta sencilla y un camino seguro.