«En aquel tiempo, habló Jesús diciendo: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que cerráis a los hombres el reino de los cielos! Ni entráis vosotros, ni dejáis entrar a los que quieren. ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que viajáis por tierra y mar para ganar un prosélito y, cuando lo conseguís, lo hacéis digno del fuego el doble que vosotros! ¡Ay de vosotros, guías ciegos, que decís: ‘Jurar por el templo no obliga, jurar por el oro del templo sí obliga’. ¡Necios y ciegos! ¿Qué es más, el oro o el templo que consagra el oro? O también: ‘Jurar por el altar no obliga, jurar por la ofrenda que está en el altar sí obliga’. ¡Ciegos! ¿Qué es más, la ofrenda o el altar que consagra la ofrenda? Quien jura por el altar jura también por todo lo que está sobre él; quien jura por el templo jura también por el que habita en él; y quien jura por el cielo jura por el trono de Dios Y también por el que está sentado en él”». (Mt 23, 13-22)
Ante las palabras tan fuertes que se proclaman hoy, podemos tener la tentación de escondernos tras el Señor, como si no fuera con nosotros, para ver a quién le cae el chaparrón. Así, son denunciables hoy las políticas que atacan la libertad religiosa, que despenalizan lo que son graves pecados y promueven el orgullo de vivir desordenadamente, adobado todo con buenas palabras y buenos deseos para que parezca amor lo que es puro egoísmo. También contribuyen a ello espectáculos y programas televisivos que alimentan la adolescencia permanente. Todo esto está cerrando el Reino de los Cielos a muchísima gente.
Si el amor fuese la ley que guiara a los ciudadanos de un país prácticamente no serían necesaria ninguna legislación, la justicia brotaría por sí sola. En la medida en que se favorece el individualismo, se hace necesario legislarlo todo, hasta extremos increíbles, para garantizar la justicia y la paz social. Sin embargo, vemos cómo los abusos están a la orden del día, cómo hay enriquecimientos exagerados que condenan a otros a la miseria, porque ya se sabe que, como los fariseos del evangelio de hoy, “hecha la ley, hecha la trampa”.
El Papa Francisco, con su estilo de comunicar la Verdad, parece que ha cautivado a los medios, que difunden sus palabras como si fueran una nueva doctrina de la Iglesia cuando, evidentemente, es la misma de siempre. Pero, ¡cuidado!, ¿habrá aquí un intento de dividir a los fieles católicos? Anteriormente, las palabras de los obispos han sido manipuladas, presentando una caricatura antihumana de la Iglesia. ¿Cuántos no se habrán acercado asustados por lo que se decía de ella? Ahora la manipulación parece ir en sentido contrario, haciendo creer que la doctrina de la Iglesia ha cambiado hacia lo que se lleva en el mundo. Algunos pueden creer que la roca firme sobre la que se asentaba su fe se resquebraja. En este río revuelto, pescadores de diversos grupos intentarán llevar su ganancia.
El Reino de Dios, ciertamente, es un Reino de libertad, y solo libremente se entra en él. Quien tiene tendencia a ser legalista, más pendiente del cumplimiento que del amor al prójimo, impide que otros contemplen la belleza del Reino y lleguen a creer que este es más bien un castigo. Hay quien dice preferir el infierno, porque tiene la impresión de que el cielo es una carga pesada, algo aburrido… Un legalista no entra en el Reino porque no es libre, y no deja entrar porque impide a los demás apreciar la libertad de los Hijos de Dios.
Y casi sin darnos cuenta nos hemos ubicado frente a la Palabra en el papel de denunciados, situación adecuada para que produzca fruto en cada uno de nosotros, ya que, cuando la Palabra se dirige a mí personalmente, me interpela a mí, quiere corregirme a mí, me quiere salvar a mí de mis errores. Deberíamos reflexionar si somos impedimento para la conversión de los demás. Por ejemplo, los que tenemos hijos adolescentes debemos llevar un especial cuidado; son muy sensibles a la hipocresía y tienen en gran estima la libertad. Podemos perjudicarlos seriamente si nuestra vida y nuestras palabras no son coherentes. Es una edad en la que ya no se puede “hacer cumplir” con los sacramentos —aunque nuestro consejo sea más obligatorio que nunca— ya que, si no se sienten libres, saldrán huyendo.
Los que se dedican a formar a los jóvenes —maestros, sacerdotes, catequistas— también deben cuidar sus modos de transmitir la fe y su ejemplo de vida. Se trata de que puedan apreciar la libertad que se tiene con una vida verdaderamente cristiana. Pero no hay que confundir el dejar que uno elija libremente su camino, aunque se equivoque, con transmitir que ser cristiano es una opción más, que no es relevante para la vida de la persona. En este sentido, hay sacerdotes y colegios de ideario católico que pueden estar tentados de rebajar el mensaje —en consonancia con las políticas citadas en el primer párrafo de este comentario— hasta el punto de perder casi totalmente su identidad.
Solo si se conoce la Verdad se da la condición de libertad necesaria para entrar en el Reino. Pero se oculta la Verdad tanto si se impide su difusión como si se adultera su esencia.
Miquel Estellés Barat
1 comentario
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