«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “¿Qué os parece? Suponed que un hombre tiene cien ovejas: si una se le pierde, ¿no deja las noventa y nueve en el monte y va en busca de la perdida? Y si la encuentra, os aseguro que se alegra más por ella que por las noventa y nueve que no se habían extraviado. Lo mismo vuestro Padre del cielo: no quiere que se pierda ni uno de estos pequeños”». (Mt 18,12-14)
Pobres, ricos, hombres, mujeres, Tercer Mundo, Ni-Ni…, el mundo actual busca desesperadamente etiquetar a cada uno, ubicarlo en un rebaño. Esta es una de las realidades de la crisis que padecemos; el que el demonio haya conseguido que perdamos la identidad. Que todos debamos ser sacrificados en aras de un supuesto “bien común”, sin darnos cuenta de que ese concepto no existe más que como la suma de los bienes individuales de cada uno de nosotros, seres creados a imagen y semejanza de Dios. Pero con una identidad única, como bien nos enseña el Génesis.
Frente a esto, al leer esta lectura, me viene la cabeza el maravilloso primer artículo del catecismo: “Dios, infinitamente Perfecto y Bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para que tenga parte en su vida bienaventurada. Por eso, en todo tiempo y en todo lugar, está cerca del hombre. Le llama y le ayuda a buscarlo, a conocerle y a amarle con todas sus fuerzas. Convoca a todos los hombres, que el pecado dispersó, a la unidad de su familia, la Iglesia. Lo hace mediante su Hijo que envió como Redentor y Salvador al llegar la plenitud de los tiempos. En Él y por Él, llama a los hombres a ser, en el Espíritu Santo, sus hijos de adopción, y por tanto los herederos de su vida bienaventurada”.
Esta es la sabiduría de la Iglesia, el maravilloso tesoro que tiene que administrar para este doliente mundo, anunciar y proclamar la maravilla del amor de Dios, que justamente al contrario de lo que el mundo predica, nos ha hecho el gran regalo de su Hijo el que, por salvar a la humanidad, da la vida por todos y cada uno de nosotros, nos conoce y se preocupa de cada uno, personalmente, sabe cuándo andamos perdidos y sale a nuestro encuentro.
Pero ¿sabemos nosotros reconocer a este pastor? ¿Tenemos el oído abierto a su palabra?¿Cómo podemos estar tan ciegos de no ver que este amor de Dios nos hace únicos, insustituibles, nos destaca en medio del “rebaño”? ¿Qué le ocurriría a la oveja si al acercarse el pastor a buscarla huye de él?
Como nos dice el papa Francisco en su Encíclica “Lumen Fidei”: “Creer es escuchar y, al mismo tiempo, ver. La escucha de la fe tiene las mismas características que el conocimiento propio del amor: es una escucha personal, que distingue la voz y reconoce la del Buen Pastor (cf. Jn 10,3-5)”.
No dejemos pasar este tiempo de adviento, esta preparación para encontrarnos y reconocer a este Pastor que viene a nuestro encuentro. No caigamos en el engaño de una Navidad hueca llena de signos y frases hechas, pero que cada vez resulta más rechazada, precisamente porque ha perdido su identidad, porque se ha vaciado del gran misterio que es que Dios, el creador del mundo, nos haya enviado a su propio Hijo para que podamos encontrarnos con Él.
Abramos estos días nuestros oídos, no solo a su palabra, sino también como cristianos, como miembros del cuerpo de Cristo en esta generación, a nuestro prójimo. Seamos capaces de ver en cada uno de los que nos rodean a esa oveja que necesita encontrar a su Pastor, no para incorporarse a un rebaño, sino para ser curada, para sentirse única y querida por encima de todo.
Antonio Simón