Hace algunos meses, durante la pasada Semana Santa, asistí con mis cuatro hijas a los Oficios de Viernes Santo. En la homilía, el Sacerdote reflexionaba sobre la muerte de Cristo en la Cruz, y en un momento de la disertación dijo la siguiente frase: “… porque, realmente no fue Pilatos ni Caifás quienes mataron a Jesús; fuimos nosotros, sí; todos nosotros, con nuestros pecados fuimos los que matamos a Jesús…”.
Al escuchar esta frase, Paula, una de mis hijas pequeñas, levantó la cabeza de la tarea en la que se encontraba aparentemente distraída y se acercó hasta el otro extremo del banco para decirme con cara extrañada y algo indignada: “Papá, yo no he matado a Jesús…”. Conteniendo al principio la risa, como pude y en voz baja, le expliqué que el sacerdote se estaba refiriendo a que los pecados de los hombres fueron la razón por la que Cristo tuvo que morir en la Cruz.
Tras mi breve aclaración, en plena ceremonia, parece que se quedó más tranquila; pero en el fondo lo que creo que la tranquilizó fue el hecho de dejar bien claro a la máxima autoridad para Paula en su pequeña vida, es decir, su padre de la tierra, que ella no tenía nada que ver con lo que le hicieron a Jesús y que además ella le quería mucho y le dolía esa barbaridad de la crucifixión.
Creo que su queja fue más un desmarcarse de ese horrible asunto que una verdadera búsqueda de una explicación teológica a aquellas palabras del sacerdote, que decía cosas un poco extrañas para su pequeña teología.
obedecer es confiar
Siempre que los niños lanzan sus ocurrencias primero nos reímos un buen rato; pero si profundizamos en esos inocentes comentarios nos topamos con enormes sorpresas, verdades de una gran trascendencia a las que sólo se puede llegar desde la sencillez y la transparencia de un niño.
Nos hacemos grandes y crecemos en todo, nos creemos que sabemos más de la vida porque somos mayores, pero no es siempre cierto. Cuando somos niños sabemos más de Dios que de mayores, sencillamente porque confiamos más en Él, sin pedirle tantas explicaciones racionales; nos movemos en su onda, en una relación limpia, sin engaños ni hipocresías. De niños confiábamos ciegamente en Dios como lo hacíamos en nuestros padres.
Cuando Cristo nos recomienda hacernos como niños para entrar en el Reino de los cielos nos está diciendo algo muy serio. Sólo desde la visión sencilla y transparente de las cosas, que es exactamente la que tiene Dios, podemos abrazarlo a Él, porque entonces entramos en su sintonía, hablamos su lenguaje, el lenguaje de los sencillos, “bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8).
Mi hija Paula pertenece en este momento de su vida y ojalá que por muchos años, a ese colectivo infantil de privilegiados que conocen a Dios y le tratan con la sencillez y naturalidad propia de sus hijos preferidos. Para un niño las cosas de Dios son muy simples. Por eso Paula se sintió extrañada cuando la metieron en el grupo de los agresores de Jesús. Realmente Paula no ha hecho ningún daño a Jesús, porque le quiere de verdad; puede decir con toda honestidad que ella no le ha crucificado. Lleva toda la razón. Yo, sin embargo, aunque sea el padre de una niña tan buena y muy a mi pesar, no puedo decir lo mismo.