«En aquel tiempo, Jesús se marchó a la otra parte del lago de Galilea (o de Tiberíades). Lo seguía mucha gente, porque habían visto los signos que hacía con los enfermos. Subió Jesús entonces a la montaña y se sentó allí con sus discípulos. Estaba cerca la Pascua, la fiesta de los judíos. Jesús entonces levantó los ojos, y al ver que acudía mucha gente, dice a Felipe: “¿Con qué compraremos panes para que coman estos?”. Lo decía para tantearlo, pues bien sabía él lo que iba a hacer. Felipe le contestó: “Doscientos denarios de pan no bastan para que a cada uno le toque un pedazo”. Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dice: “Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y un par de peces; pero, ¿qué es eso para tantos?”. Jesús dijo: “Decid a la gente que se siente en el suelo”. Había mucha hierba en aquel sitio. Se sentaron; solo los hombres eran unos cinco mil. Jesús tomó los panes, dijo la acción de gracias y los repartió a los que estaban sentados, y lo mismo todo lo que quisieron del pescado. Cuando se saciaron, dice a sus discípulos: “Recoged los pedazos que han sobrado; que nada se desperdicie”. Los recogieron y llenaron doce canastas con los pedazos de los cinco panes de cebada, que sobraron a los que habían comido. La gente entonces, al ver el signo que había hecho, decía: “Este sí que es el Profeta que tenía que venir al mundo”. Jesús, sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró otra vez a la montaña él solo». (Jn 6, 1-15)
La intención de Jesús es más que palpable. Quiere trasladar al pueblo congregado junto a Él hacia la experiencia vivida por Israel junto a Dios en el desierto, allí donde campea la precariedad en los recién liberados de Egipto. Una relación de amor y confianza con Él de una altura y dimensión inabarcables. El mismo Dios la define en estos términos por medio de Jeremías. “Así dice Yahveh: De ti recuerdo tu cariño juvenil, el amor de tu noviazgo; aquel seguirme tú por el desierto, por la tierra no sembrada” (Jr 2,2).
Este es el amor y confianza que “vence a Dios”: seguirle confiadamente, en la precariedad. Dios mismo considera que esta es realmente la raíz que da lugar al amor perfecto…el que le permite hacer de Padre contigo. Es un amor surgido y alimentado a la sombra del soplo creador de Dios. Solo el amor que nace de este soplo creador lleva en sí el germen de la perennidad, desafiando así toda estadística que pregonan la rutina y el cansancio como causas de su aletargamiento o desaparición. En realidad estas estadísticas intentan erigirse en justificación del fracaso en el amor “socialmente aceptado”.
Jesús multiplica los panes ante una multitud. Está prenunciando un nuevo seguimiento amoroso con el alimento del pan de la Vida que es Él mismo. En Él recibimos “el pan de cada día” (Lc 11,2), que nos posibilita tener incandescente el fuego eterno del amor. Nos lo da así “día tras día…mañana tras mañana” (Is 50,4), eso sí, en la precariedad, “por tierra no sembrada”, para que no nos atribuyamos mérito alguno… Recordemos al profeta: “Venid, comed sin pagar…” (Is 55,1-3).
La verdad es que a los hombres nos gusta tener todo bien seguro y atado… ¡hasta con Dios!, y por eso mismo somos especialistas en despedazar la Fiesta de la Vida que el Hijo de Dios nos preparó… con su sangre derramada.
Antonio Pavía