El relato de la creación en el primer capítulo del Génesis especifica que el ser humano fue creado el sexto día, el último de la obra creadora de Dios, inmediatamente antes del atardecer y de entrar en el reposo sabático. Todo esto tiene un significado. El hecho de que el hombre haya aparecido una vez concluido todo el proceso creador indica que puede contemplar y admirar la obra de Dios. Quiere decir que el hombre ha sido creado para la contemplación y la adoración. Y, dado que emerge casi inmediatamente antes de que se inicie el reposo sabático, indica también que está llamado a gozar de la serenidad y el reposo divino.
No hemos sido creados para la inquietud, el desasosiego, la preocupación, el afán y el estrés. No es nuestra principal tarea afanarnos por el dominio del mundo sino contemplar, admirar y bendecir a Dios que tan espléndidamente ha provisto para nosotros.
Pero el hombre ha olvidado su verdadera naturaleza, alejado de Dios no conoce el reposo sino que ha de afanarse por entrar en una la dicha a la que está llamado sin tener en cuenta que dicha felicidad no es obra de su esfuerzo sino don gratuito de Dios. Pero, puesto que se ha alejado de Dios, no encuentra espacio para la contemplación y, puesto que está lleno de sí mismo y vacío de Dios, tampoco puede entrar en el silencio que requiere la visión, el reposo, la alabanza. Por ello debe sumergirse en el ruido, el alboroto, la actividad desenfrenada que le aparte de sí mismo porque no puede o no sabe encontrarse consigo mismo, ya que ha perdido el verdadero sentido de su mismo ser y, perdido en la vaciedad de un mundo sin Oriente, tiene miedo de encontrar su verdad.
La vida moderna se muestra incapaz de detenerse, descansar, meditar, reflexionar. Dado que ha negado al Padre que cuida de todos, huérfano, como es, debe ganarse el pan con su esfuerzo, por lo que no encuentra descanso. Al verse sumergido en la actividad y hallarse incapaz de contemplar, el hombre no conoce la felicidad, pues ha sido creado precisamente para la contemplación y el reposo.
¿Quién nos ha arrebatado el descanso? Aquel que pretende sustituir al verdadero Dios por el ídolo del dinero en el corazón del hombre. En cuyo caso el ser del hombre no puede descansar por el afán del dinero, y la fiesta, el gozo, la alegría del niño despreocupado que se abandona al amor de sus padres, ha desaparecido de nuestras calles.
Como diría el cardenal Sarah: “Una sociedad sin Dios, que considera letra muerte la problemática espiritual, enmascara el vacío de su materialismo matando el tiempo para olvidar mejor la eternidad… Pero el mal que oculta es como una brasa encendida bajo la ceniza. Sin Dios, el hombre construye su infierno en la tierra”.
El mal del hombre es que no sabe contemplar. Marta no comprende a María, y, sin embargo, ella ha escogido la mejor parte que no le será quitada. Esta es la meta que el hombre debe reconquistar para encontrarse a sí mismo. Dejando de la lado el trasiego del mundo ha de entrar dentro de sí, sin temor a lo que va a encontrar, puesto que por muchas que sean sus miserias, encontrará en ellas la misericordia del que le atrae hacia sí.
Este es su verdadero ser: llamado a la contemplación y el reposo, es introducido en la intimidad de Dios para hacerse uno con Él. Nadie, ninguna otra criatura ha sido llamada a una vocación tan alta como el ser humano. Sólo él es alojado en el seno mismo de la divinidad; ni siquiera los ángeles, nuestros servidores. Un gran santo, que de estas cosas conocía un rato, como el P. Pío, afirmaba que si los ángeles pudieran envidiar –que no pueden, pues por algo tienen perfecto dominio de sí mismos– nos envidiarían a nosotros, los hombres, dos cosas: una, el poder sufrir –gran misterio es este cuando el mismo Dios se ha hecho pasible por nosotros–, otra, el poder comulgar, porque en la comunión nos hacemos sacramentalmente, unos con Cristo, en espera de que el sacramento deje lugar a la realidad, cuando realmente seamos unos con Él y podremos holgar eternamente en la contemplación, la bendición y la alabanza.