Dijo Jesús a los judíos “En verdad, en verdad os digo: Quien guarda mi palabra no verá la muerte para siempre». Los judíos le dijeron: «Ahora vemos claro que estás endemoniado; Abrahán murió, los profetas también, ¿y tú dices: “Quien guarde mi palabra no gustará la muerte para siempre”? ¿Eres tú más que nuestro padre Abrahán, que murió? También los profetas murieron, ¿por quién te tienes?». Jesús contestó: «Si yo me glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada. El que me glorifica es mi Padre, de quien vosotros decís: “Es nuestro Dios”, aunque no lo conocéis. Yo sí lo conozco, y si dijera “No lo conozco” sería, como vosotros, un embustero; pero yo lo conozco y guardo su palabra. Abrahán, vuestro padre, saltaba de gozo pensando ver mi día; lo vio, y se llenó de alegría».
Los judíos le dijeron: «No tienes todavía cincuenta años, ¿y has visto a Abrahán?».
Jesús les dijo: «En verdad, en verdad os digo: Antes de que Abrahán existiera, yo soy».
Entonces cogieron piedras para tirárselas, pero Jesús se escondió y salió del templo (San Juan 8, 51-59).
COMENTARIO
La energía necesaria para alcanzar vida eterna es la Palabra de Dios, guardada en un corazón limpio. Es la verdad genuina y profunda de todo, que Jesús subrayaba gritando y repitiendo “En Verdad, en Verdad os digo…” A los judíos aquello les sonaba a diabólico, separatista, rompedor de sus tradiciones leguleyas, sus costumbres y poder sobre la gente. Aceptar la novedad de la palabra, será el problema que divida a los hombres mientras estemos en este mundo, y vivamos, o no, de la energía limpia de Dios que supera hasta la muerte conectados a ella.
La verdad que encierra, y a veces proclama como hoy la persona de Jesús, al principio es chocante para la razón cuando solo se tienen en cuenta datos físicos, de sentidos. Pero Jesús habla claramente de otro modo de entender la existencia, que viene de una fuente inagotable de luz, que Él llama Padre suyo y nuestro. Sólo pueden contactarla los que acogen su palabra, porque sin su conformación para vivir, hasta lo más santo puede parecer endemoniado, y lo más sabio, estúpido.
Unos versículos antes, Jesús proclamaba su esencia y modo de ser para nosotros, en una de las revelaciones más impresionantes del Evangelio de S. Juan, (Jn 8,25). Al preguntarle los mismos judíos “Tú quién eres”, Él respondió “Yo soy lo que os estoy diciendo desde el principio”.
Dios se había dado a conocer a Moisés diciendo su nombre desde la zarza ardiente: “Yo Soy”, Yahvé, “El que hace ser”. Era la forma más primaria y simple de nombrar su ser como ‘principio’ y sostén de todo lo que existe. Ahora se manifiesta como Palabra que suena en los oídos, levantando eco de luces en el corazón como resumen de todo el Evangelio: “Yo soy la Palabra” que llega al alma y la transforma en vida. Quien lo recibe así, como recibimos el agua y el pan que alimentan el cuerpo, tiene la vida de Dios dentro de sí. Es la misma palabra creadora, que escuchaba, aceptaba y seguía Abraham, lleno de alegría, ‘viendo’ el día en que Dios se manifestaría en un hombre como nosotros.
Decir ‘Amén’ al Evangelio o al Credo no es formalmente difícil para un cristiano de nuestra cultura, con más de veinte siglos de historia, pero entenderlo y explicarlo en términos científicos, entendibles hoy, sigue siendo difícil. Y de vivirlo estamos aún muy lejos. Sólo la conoce el corazón limpio que, apoyado en la fe, tiene la suerte de amar.
Los viajes en el tiempo y el espacio no repugnan ya al cerebro humano. Pero la forma de hacerlos en el vehículo de la Palabra, atravesando una existencia que viene desde el “principio” del universo, y llega hasta su final, son aún misterio para investigar, como lo es la materia oscura que, según dicen, sostiene el universo creado en la Palabra, según el Génesis. Se sabe que está ahí, pero no cómo está, o qué es. Y si eso nos pasa con energías creadas, al buscar el ser increado y eterno, la materia oscura somos nosotros, que no entendemos nada sin la Palabra.
La gloria del hombre será ‘conocer al Padre Dios’ y su paz de cada día, aunque parezca entorpecida por guerras, insultos y muertes. Abraham lo conoció, dejó todo y lo siguió. Jesús lo conoció y entregó su vida para vencer, resucitando y anulando el efecto de la muerte, el ‘arma nuclear’ del enemigo.
¿Y nosotros? Es una buena pregunta para hacerse en cuaresma. ¿Cómo va mi conocimiento de Dios? ¿Creo en la vida eterna y que la Palabra del Evangelio es el camino? Aún estamos a tiempo para aclarar las sendas que van, las que no van, o las que dan un rodeo demasiado largo para el conocimiento del Dios que es Amor inmediato. Jesús lo conocía y daba a conocer su vinculación al Padre de todos con su palabra y con los hechos de su vida, que eran una misma realidad.
Guardar su palabra no es solo cumplir un precepto o una ley, sino tener dentro del alma la comunión o comunicación personal que crece en la oración, donde se concreta para cada uno la voluntad del Padre, su papel singular en la Iglesia. Es como ver cada uno en su día y circunstancias personales, el ‘día de Cristo’, que nos llena de alegría como llenó a Abraham, María, Isabel, Juan Bautista y al mismo Jesús. Porque el signo de la presencia de Dios con nosotros, es la alegría que produce la paz del corazón, aunque estemos clavados a la cruz que nos toca, porque sabemos ya de qué manos hemos salido, y a qué corazón vamos.
Conocer la vida del Espíritu, incluyendo su guerra y sufrimiento necesarios, es más beneficioso para el hombre, que todas las conquistas del mundo, del poder y del dinero.