Una persona se abre a otra conforme se va sintiendo aceptada, apreciada y, por supuesto, valorada; todo ello hace que no quede indiferente ante quien ha fijado su mirada y atención en ella. Entonces podemos afirmar que se ha puesto en marcha la atracción irresistible del amor. Lo que sucede en el amor humano, reflejo del Amor que es Dios (1Jn 4,8), se cumple y realiza en dimensiones que escapan a toda medición entre la Palabra en la cual Dios habita (Jn 1,1) y el hombre-mujer que la acoge, teniendo en cuenta que acoge al mismo Dios: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23). Estamos hablando de una especialísima historia de amor.
La Palabra se abre a quien la valora realmente, a quien muestra un interés que llamaríamos exclusivo, que no excluyente. Se entrega a quien la busca con pasión. El amante, a su vez, al intuir que ella supone el culmen de todas las riquezas y grandezas soñadas, anheladas y buscadas, pone todos los medios para hacerla suya, alma de su alma: “Considerando en mi corazón que se encuentra la inmortalidad en emparentar con la Sabiduría… busqué por todos los medios la manera de hacerla mía” (Sb 8,17-18).
Es en este sentido que Jesús, Señor y Maestro de sus discípulos, también pastores, les enseña a pedir humilde y confiadamente a Dios —a quien conocen como Padre— la ración de Palabra viva de cada día para poder mantener vibrante el amor hacia ella y acrecentarlo. Es Él quien nos enseña a hablar así con nuestro Padre, que es también el suyo: “Padre, danos hoy nuestro pan de cada día” (Mt 6,11).
Esta andadura relacional, tejida entre búsquedas, hallazgos y asombros, provoca la fe adulta y, con ella, el delirio tierno y amoroso del Padre hacia los discípulos de su Hijo, como Él mismo nos certifica: “El Padre mismo os quiere, porque me queréis a mí y creéis que salí de Dios” (Jn 16,27). Establecida esta relación, tan original por una parte y tan natural por otra, tenemos la confianza de que el Hijo de Dios nos dará la pauta para fortalecerla, pues de ella depende la autenticidad de nuestro discipulado. “Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8,31-32).
Jesús, Señor y Maestro, exhorta a los suyos a mantenerse en su Evangelio, lo que les garantiza la conquista de la verdad y la libertad; a lo que podríamos añadir la fidelidad —la cual no se forja tanto a base de compromisos, reglas o propósitos, sino que es fruto de la sabiduría del corazón. Porque el que se mantiene en la Palabra es mantenido por ella en el amor a Dios. La espiritualidad de la Palabra no es una más en la Iglesia, es la única propuesta por el Hijo de Dios para llegar a conocer al Padre, ya que en cuanto hombre también tuvo que crecer en la fe y la fidelidad.
leche y miel
“He aquí que una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel. Cuajada y miel comerá hasta que sepa rehusar lo malo y elegir lo bueno” (Is 7,14b-15). La leche y la miel simbolizan en la espiritualidad bíblica el alimento que la Palabra supone para el creyente. La leche aporta el crecimiento de la fe (1P 2,2) y la miel sería como el gran manjar que colma de delicias; como dicen los santos Padres de la Iglesia, el paladar del alma: “¡Qué dulce al paladar me es tu Palabra, más que miel a mi boca!” (Sal 119,103). Para el autor del Cantar de los Cantares, la esposa representa a toda alma enamorada de Dios: “Miel virgen destilan tus labios, esposa mía. Hay miel y leche debajo de tu lengua…” (Ct 4,11).
Los exegetas, que con la indispensable iluminación del Espíritu Santo han sondeado el Cantar de los Cantares, nos comentan que la lengua rebosante de leche y miel de la esposa simboliza la imagen de un perenne manantial de las aguas vivas de Dios: su Palabra y su Sabiduría. Imagen bellísima que nos traslada a Jesucristo, cuya boca es un manantial perenne de la gracia, y que fue profetizado por el salmista: “En tus labios se derrama la gracia” (Sal 45,3b). Profecía que vemos cumplida a lo largo de su ministerio: “… Y todos daban testimonio de él y estaban admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca” (Lc 4,22).
Las palabras de gracia que fluyen de la boca del Señor Jesús fluyen también de las de sus pastores; más aún, es lo que les identifica a los ojos tanto de Dios como de los hombres que le buscan. Pues sabemos que los verdaderos buscadores de Dios van al encuentro de los pastores que les hablan desde la Sabiduría. Son hombres y mujeres que tienen demasiados problemas, interrogantes y anhelos como para conformarse o perder el tiempo con sabidurías humanas, pero cuando han tenido la posibilidad de degustar la leche y la miel de la Palabra se han sentido saciados.
El manantial de gracia que sobreabunda en los pastores según el corazón de su Maestro y Señor se eleva hacia sus labios desde la abundancia del corazón. Lo dijo el mismo Jesús: “De lo que rebosa el corazón habla la boca” (Mt 12,34b). Ya anteriormente el Espíritu Santo se lo había inspirado al salmista: “La boca del justo susurra sabiduría, su lengua habla rectitud; la ley —Palabra— de su Dios está en su corazón, sus pasos no vacilan” (Sal 37,30-31). Inspiración y profecía cumplida en plenitud en Jesucristo y, por don suyo, en sus pastores, aquellos que Él llama y que, por supuesto, acogen su llamada.
el sabor del Evangelio
Pablo, con su experiencia, nos iluminará acerca de la sabiduría y discernimiento que el hombre de Dios necesita para rechazar el mal y escoger el bien. Isaías nos da a conocer las armas con que Dios nos provee ante el poder seductor del mal y la mentira; poder que llega hasta el punto de considerar el mal como algo bueno y provechoso para el hombre. El relato catequético de la desobediencia de Adán y Eva a Dios da fe de la enorme capacidad de seducción y engaño del mal y su príncipe —Satán— sobre el hombre (Gn 3,16).
Pablo conoce en su propia carne esta seducción fuerte y persistente: “Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco… Pues bien sé yo que nada bueno habita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero” (Rm 7,15-19). Mas su experiencia no se reduce a lamentarse ante su impotencia. La descarnada descripción de su debilidad culmina con un canto de victoria y gratitud a Jesucristo, el vencedor de todo mal, de la mentira y su príncipe (Jn 8,44) con todas sus artes seductoras. “¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? ¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!” (Rm 7,24-25).
Gracias a Jesucristo el Señor, el que se alimentó de la Palabra y Sabiduría del Padre (Jn 4,34); alimento por el cual pudo rechazar el mal con sus insidias y seducciones, y acoger el bien. Gracias a Jesucristo porque nos hace partícipes de su Sabiduría, con la cual discernimos en nuestras decisiones y opciones. Cuando Jesús dice a los suyos que es el único Maestro nos está indicando que solo Él es la Sabiduría del Padre (1Co 1,24). Sabiduría que le da autoridad para enseñarnos a partir la Palabra como Él la partía. Una enseñanza por la que la Escritura deja de ser un libro de estudio para convertirse en el alimento por excelencia: palabras que son espíritu y vida (Jn 63b). Cuando falta esta sabiduría y discernimiento existe la posibilidad de que, como denuncian los profetas de Israel, los pastores terminen por llamar mal al bien y bien al mal: “¡Ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan oscuridad por luz y luz por oscuridad…!” (Is 5,20).
Los pastores según la rectitud y la verdad son hombres que se han dejado enseñar por su Maestro. Él les ha dado el don de entresacar de la Escritura palabras de vida eterna (Jn 6,68); estas contienen el sabor de Dios y son deliciosas para el paladar del alma. Con ellas se alimentan a sí mismos y a sus ovejas, y experimentan la atracción natural hacia Dios que les permite mantenerse en su Evangelio (Jn 8,31-32). Atracción que se convierte en ancla de su permanencia en el amor que Dios les da: “Si guardáis mis mandamientos —Palabras— permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Jn 15,10).
Antonio Pavía
Misionero Colombiano