Dios, el Invisible y el Inaudible a causa de su trascendencia, se nos hace familiar, inmanente. Su propia alma que, como dice Orígenes, está escondida en la Palabra, se ubica cara a cara con nuestro espíritu. Cuando sondeamos el alma de la Palabra de la mano del Espíritu Santo, acontece el Milagro de los milagros: El Invisible se hace más real y tangible que todo aquello que, por su propia naturaleza, está provisto de cuerpo, forma y figura. Es ahora el momento de declarar que si para Moisés el simple “como si viera al Invisible” le fortaleció y le mantuvo firme en la misión recibida y confiada, ¡cuánto más el discípulo será revestido de fortaleza cuando alcanza a ver el alma de Dios en su Palabra! Todo aquel que vive esta experiencia es poseído por el fuego en el que se fragua la fidelidad a la misión asumida. Fidelidad y vinculación a la Palabra escuchada son dos caras de la misma moneda. A estos hombres y mujeres, Jesús les llama hijos de la verdad y de la libertad: “Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8,31-32).
El discípulo está, pues, llamado a hacer no simplemente la experiencia limitada de Moisés sino la de Jesús, quien veía y oía al Padre sin ningún tipo de velo o limitación. Todo hombre o mujer que acoge en su ser el Evangelio de su Señor –como le gustaba decir a Pablo (Fl 3,8)- , es conducido por Él a una vivencia de fe que sobrepasa diríamos infinitamente sus expectativas. Digo infinitamente porque entramos en las medidas de Dios… si es que hay algo medible en Él. Estamos diciendo que se le abren las puertas al Misterio. Le es dado conocer vivencial y personalmente que el Invisible es luz de sus ojos; que sus Palabras, que también son espíritu (Jn 6,63), resuenan con más fuerza que su propia voz; que las Manos creadoras son manos de Artista, dotadas de un calor y sensibilidad tales, tan sublimes, que pueden acariciar un corazón de piedra y convertirlo en uno de carne, tal y como lo prometió por medio de los profetas (Ez 36,25-26).
¿Cómo es posible que unos hombres tan “incultos y atrasados” como para creer y abrazarse al Evangelio, tengan ojos y oídos para penetrar el Misterio que ha sumido a una buena parte de personas cultas y bienpensantes en un mar de preguntas sin respuestas? ¿Qué decir de todos aquellos autosuficientes que se han visto aprisionados por dudas que les han arrojado al más cruel y pasivo de los escepticismos? ¿Cómo es posible que unas personas que, en el colmo de su imprudencia, den por válido el Sermón de la Montaña llegando así a tocar el rostro de Dios, cuando los sabios de este mundo sólo alcanzan a tocar su propia gloria mientras pueden? ¿Qué mutaciones monstruosas sufre la verdad en manos del hombre que al transparente le relega al olvido cuando no al desprecio, y al mediocre le eleva como lumbrera hasta que la misma mediocridad lo sustituye por otro?
Algo de esto nos dice el apóstol Pablo al hablar de la sabiduría y la necedad así como de la fuerza y la debilidad en su primera carta a los Corintios: “Nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles… Un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres” (1Co 1,23-35). Nos sorprende enormemente porque, haciendo gala de una gran ironía, sitúa la necedad y la debilidad en la órbita de Dios, al tiempo que concede al hombre que ha renunciado a la trascendencia el patrimonio de la sabiduría y la fuerza.
El apóstol denuncia la falsa apariencia de estos hombres proclamando, a partir de su propia experiencia y la de los primeros discípulos, que la necedad divina, la que los burlones identifican con el crucificado, supera todos los niveles del saber y conocer a la sabiduría del mundo. La de aquellos cuya cultura empieza y termina con ellos mismos, siendo como son una mezcla de saberes con sus dosis de neurosis y frustraciones no resueltas. Siguiendo con el crucificado, señala la debilidad divina como más fuerte que todo poder humano. Poder que, como bien sabemos avalados por la experiencia, se asienta sobre pies de barro (Dn 2,32-33).
El apóstol sabe perfectamente que el Evangelio, cuyo anuncio le ha encomendado el Señor Jesús, tiene el fin de abrir los ojos, oídos y el corazón del hombre al Misterio de Dios. Misterio que sólo es posible abordar y conocer desde Dios mismo, el cual lo hace por medio de la predicación: “A Aquel que puede consolidaros conforme al Evangelio mío y la predicación de Jesucristo, revelación del Misterio, mantenido en secreto durante siglos eternos y manifestado al presente por las Escrituras que lo predicen…” (Rm 16,25-26).
Más directo aún se nos muestra Juan. Culmina el bellísimo prólogo a su Evangelio con una aseveración que, a su vez, encierra una hermosísima noticia: es cierto que a Dios nadie lo ha visto jamás. Mas también lo es que el Hijo, el Resucitado, que está en su seno lo revela a los suyos: “A Dios nadie lo ha visto jamás: El Hijo único, que está en el seno del Padre, nos lo ha revelado” (Jn 1,18).