Se suele decir que la religión de Israel posee una característica única entre las religiones y culturas circundantes. Esta característica es la del aniconismo, es decir, la falta de imágenes para representar la divinidad. Es lo que vendría plasmado en forma de prohibición en la segunda de las diez palabras del Sinaí: «No te harás escultura ni imagen alguna de nada de lo que hay arriba en el cielo, o aquí abajo en la tierra, o en el agua debajo de la tierra» (Ex 20,4).
Parece claro que, en un determinado momento, la concepción que Israel tiene de Yahvé es la de un Dios invisible y, por tanto, irrepresentable. Es lo que se pondría de relieve en el sancta sanctorum del Templo de Jerusalén. En efecto, según las disposiciones de Ex 37,6-9, parece que ese espacio estaría ocupado por dos querubines de cinco metros de altura, hechos de madera de olivo y chapados en oro, con las alas extendidas. Esas alas servirían como trono de Dios, cuyos pies invisibles reposarían en el arca de la alianza, convertida así en solio o escabel.
Sin embargo, los historiadores también ponen de relieve que la legislación anicónica solo se hace explícita en Israel en torno al siglo VII o VI a. C. Esto quiere decir que, en épocas anteriores, es posible que en Israel existieran representaciones visibles de Dios (por ejemplo en forma de toro). Es lo que sugiere el siguiente texto: «Después de aconsejarse, [Jeroboán, el primer rey del reino de Israel, tras la separación de Judá,] construyó dos becerros de oro y dijo al pueblo: “¡Se acabó el subir a Jerusalén! Israel, aquí tienes a tu Dios, el que te sacó de Egipto”. Y puso uno en Betel y otro en Dan» (1 Re 12,28-29). Incluso muchos autores consideran que el famoso texto del «becerro de oro» (Ex 32) no deja de ser sino una proyección al pasado, a la época fundacional de la salida de Egipto, de una prohibición que, desde el punto de vista de la historia, no se dará más que mucho después. No obstante, como señala Julio Trebolle, «el culto del becerro en el antiguo Israel no suponía necesariamente la adoración del becerro como una representación semejante a Dios; el animal era un simple sustituto de la presencia de la divinidad, como podían serlo los querubines y el arca de la alianza, que representaba el trono vacío del Dios invisible en el templo de Jerusalén» (Imagen y palabra de un silencio. Madrid, Trotta, 2008, p. 195).
acción divina
Ahora bien, sea lo que fuere de la historia del aniconismo en Israel, lo cierto es que la religión bíblica está llena de «imágenes», solo que imágenes mentales expresadas con palabras. Así, Walter Brueggemann menciona entre otras metáforas que la Escritura aplica a Yahvé las siguientes (solo entre las que tienen al ser humano como referencia): juez, rey, guerrero, padre, artista, sanador, jardinero-viñador, madre y pastor (Teología del Antiguo Testamento. Un juicio a Yahvé. Salamanca, Sígueme, 2007, pp. 256-284). Sin duda se podrían añadir otras, como por ejemplo la de esposo. Aunque no se haga esculturas de Dios, el hombre bíblico no tiene más remedio que pensar y hablar de él con imágenes, ya que eso es una exigencia de la condición humana.
No obstante, si hablar de Dios solo se puede hacer con imágenes —ya sean estas visuales o mentales—, no es menos cierto que nuestro lenguaje sobre Dios se revela paradójico, quizá el único modo de expresar una realidad que, de suyo, desborda las condiciones humanas. En este terreno de las paradojas bíblicas hay dos especialmente llamativas y que tienen que ver directamente con la imagen y la palabra.
La primera la encontramos en el capítulo 33 del libro del Éxodo. Con la diferencia de unos pocos versículos, el texto afirma cosas aparentemente contradictorias: «El Señor hablaba con Moisés cara a cara, como un hombre habla con su amigo […] Dijo Moisés al Señor: “Déjame ver tu gloria”. El Señor le respondió: “Yo mismo haré pasar delante de ti todo mi esplendor y delante de ti pronunciaré el nombre del Señor. Yo protejo a quien quiero y tengo compasión de quien me place; sin embargo, no podrás ver mi cara, porque quien la ve no sigue vivo”» (Ex 33,11.18-20). En la continuación del relato, Dios ordenará a Moisés meterse en la hendidura de una roca, de modo que Dios la tapará con su mano y Moisés solo podrá verle «de espaldas», una vez que haya pasado, porque de frente nadie puede verle sin morir.
La segunda paradoja resulta de la consideración de dos capítulos sucesivos del primer libro de los Reyes. En 1 Re 18 se narra la «apuesta» que se lleva a cabo en el monte Carmelo entre Elías, profeta de Yahvé, y cuatrocientos cincuenta profetas de Baal, a propósito de cuál de los dos dioses es el verdadero. La apuesta consiste en ver quién es capaz de enviar fuego desde el cielo para que consuma un sacrificio colocado en un altar, si Baal o Yahvé. Naturalmente, el texto dirá que, tras la súplica de Elías, «bajó el fuego de Yahvé, consumió el holocausto y la leña, las piedras y el polvo, y secó el agua de la zanja» (1 Re 18,38). Es decir, lo que se pone de relieve es una manifestación admirable y llamativa de la acción divina, que escucha la plegaria del profeta Elías.
voz de silencio
Sin embargo, en el capítulo siguiente, Elías tiene que huir para salvarse de la persecución de que es objeto por parte del rey Ajab y la reina Jezabel. Tras una larga y penosa caminata hasta otro monte —esta vez el Horeb—, el profeta aguarda en una cueva la manifestación de Dios. El texto bíblico afirma: «Pasó primero un viento fuerte e impetuoso, que removía los montes y quebraba las peñas, pero el Señor no estaba en el viento. Al viento siguió un terremoto, pero el Señor no estaba en el terremoto. Al terremoto siguió un fuego, pero el Señor no estaba en el fuego. Al fuego siguió un ligero susurro. Elías, al oírlo, se cubrió el rostro con su manto y, saliendo afuera, se quedó de pie a la entrada de la gruta» (1 Re 19,11-13).
A diferencia del texto anterior, ahora la manifestación de la presencia divina se produce no rodeada de elementos llamativos o admirables —viento, terremoto y fuego—, sino en un «ligero susurro». Más aún, en realidad, la literalidad del texto bíblico resulta más paradójica todavía, ya que, empleando un auténtico oxímoron, habla de una «voz de silencio».
Lo que todas estas tradiciones paradójicas —o prácticamente contradictorias— están poniendo de relieve es que de Dios solo se puede hablar de esa forma, ya que Dios no es un objeto más de nuestro mundo, que, por tanto, sería susceptible de una contemplación «objetiva» (medible, mensurable). Por tanto, se podría decir que a Dios le cuadra bien un símbolo y su contrario, ya que cada uno de ellos hace justicia a determinados aspectos de la divinidad.
imagen visible del Dios invisible
En el caso de Jesús, tanto la palabra como la imagen van a colaborar para expresar no solo la relación única que existe entre él y Dios, sino sobre todo para poner de relieve la posibilidad que tienen los seres humanos de percibir a este a través de aquel (es decir, la función mediadora de Cristo Jesús). En este sentido se podrían destacar dos tradiciones que encontramos en el Nuevo Testamento.
La primera de ellas aparece al comienzo de la carta a los Hebreos: «Después de hablar Dios muchas veces y de diversos modos a nuestros padres por medio de los profetas, en estos días últimos nos ha hablado por medio del Hijo, a quien constituyó heredero de todas las cosas y por quien hizo también el universo» (Heb 1,1-2). Se percibe con claridad que el texto está construido sobre tres oposiciones y una continuidad: se oponen 1) los padres y el nosotros que constituyen los destinatarios de la carta, 2) los tiempos pasados y los días últimos (el ahora), y 3) los profetas y el Hijo. La continuidad radica en la revelación de Dios. Es decir, lo que se está presentando es una misma revelación de Dios, pero de un modo cualitativamente distinto: mientras los profetas traían las palabras de Dios, el Hijo es la Palabra de Dios.
El evangelista Juan también parece coincidir en un planteamiento parecido por lo que se refiere al papel del Hijo-Palabra: «Al principio ya existía la Palabra. La Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. […] Todo fue hecho por ella, y sin ella no se hizo nada de cuanto llegó a existir. […] A Dios nadie lo vio jamás; el Hijo único, que es Dios y que está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer» (Jn 1,1.3.18).
La segunda tradición neotestamentaria a que aludíamos antes se refiere al texto de Col 1,15-16: «Cristo es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda criatura. En él fueron creadas todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, las visibles y las invisibles: tronos, dominaciones, principados, potestades, todo lo ha creado Dios por él y para él». Como se puede apreciar, se ha variado la metáfora —de la palabra se ha pasado a la imagen—, pero lo que se quiere transmitir es sustancialmente lo mismo: Cristo es el único que hace posible de una forma plena el contacto de los hombres con Dios, ya que es su Palabra o su Imagen (icono).