“Mientras Jesús y los discípulos recorrían juntos Galilea, les dijo:” El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres, lo matarán, pero resucitará al tercer día.” Ellos se pusieron muy tristes. Cuando llegaron a Cafarnaún, los que cobraban el impuesto de las dos dracmas se acercaron a Pedro y le preguntaron: “¿Vuestro Maestro no paga las dos dracmas? Contestó: “Sí”. Cuando llegó a casa, Jesús se adelantó a preguntarle: “¿Qué te parece Simón?”. Los reyes del mundo ¿a quienes le cobran impuestos y tasas, a sus hijos o a los extraños?”. Contesto: “A los extraños”. Jesús le dijo: “Entonces, los hijos están exentos. Sin embargo, para no dar mal ejemplo, ve al mar, echa el anzuelo, agarra el primer pez que pique, ábrele la boca y encontrarás una moneda de plata. Tómala y págale por ti y por mí” (San Mateo 17, 22-27).
COMENTARIO
Solo Mateo se preocupa de narrar para nosotros esta singular historia del contribución religiosa de “las dos dracmas”, que nada tenía que ver con los impuestos establecidos por los romanos ocupantes del pueblo de Israel, pues el dinero recaudado por este concepto, y que debía pagar todo buen israelita, se destinaba en exclusiva al mantenimiento del templo y era conocido como “el dinero de redención”, es decir el precio del rescate “por la redención del alma de los fieles”.
Y los recaudadores, curiosamente, no se dirigen directamente a Jesús como en el caso de la pregunta que le hicieron los fariseos sobre “si era lícito pagar el impuesto del Cesar”, sino que, parece ser, que con cierto miramiento hacia su persona, le preguntan a Pedro pero en un sentido negativo, es decir, si su maestro “no pagaba las dos dracmas” establecidas por el Señor. Y Pedro no lo duda un instante, y les contesta que sí, que su Maestro las pagaba. Y luego, cuando llegó a casa con idea de consultarle el asunto, pues al parecer ignoraba si lo había pagado, o no estaba seguro de que hubiera podido hacerlo, se encuentra con la sorpresa de que Jesús se adelanta a su pregunta, y le plantea la cuestión de “quien debe pagar las contribuciones de los reyes de la tierra, si sus hijos o los extranjeros”, y Pedro no lo duda al contestar: “solo deben pagarla los extranjeros”.
Pero Pedro no conocía el sentido de la pregunta de su Maestro, pues, acaso ¿no era Jesús el Hijo de Dios, y en cuanto tal, debía pues de estar exento del pago de la contribución? Pero no era momento para polemizar sobre el tema, por eso dice Jesús que “no quiere causarles tropiezo por esta causa a los recaudadores”, y le da a Pedro una instrucción increíble, solo propia del que todo lo puede: “vete al mar y echa el anzuelo; entonces toma el primer pez que pesques, ábrele la boca y encontrarás un estatero. Tómalo y dáselo a ellos por ti y por mí.
Así, la ocasión es propicia para que Jesús, que poco antes había subido al Tabor con Pedro, Santiago y Juan y les había mostrado un destello de la gloria del cielo, les dé de nuevo a todos una nueva muestra de su divinidad, pues en realidad, de eso se trata, de que Jesús, su Maestro, es el Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, y sus discípulos, deben aprender a amarlo así.
También nosotros.