Rezaba, Señor, y me sonaban dulces las palabras. Padre nuestro, decía:
“Padre nuestro que estás en los cielos…”
Padre mío, que me has visto venir desde lejos. Llegaba con mi carga de miserias, hambriento de tus caricias y de un mendrugo de pan, pan del trigo candeal celeste que no mengua en la artesa del sagrario. Y no me sentía digno de postrarme ante ti, pero Tú me veías llegar y sonreías. Te llenabas de alegría porque regresaba este hijo tuyo, y me esperabas sin reproches. Me querías como era. No reparaste en mi corazón llagado de lujuria, ni en el hedor de mis harapos, que se habían revolcado en pocilgas y prostíbulos, ni en el aliento fétido de mi embriaguez tabernaria. Tiraste el bastón para poder abrazarme, y yo corrí hacia ti, avergonzado y contento. Quería que tus dedos contaran los huesos frágiles de mi espalda, y se apagaran los ecos de tantas orgías y noches sin reposo, que besaras las ojeras de mis párpados insomnes, heridos ahora por la luz, y que acurrucado en tus brazos, se curara la tibieza de mi alma, vaciada del amor verdadero en lascivias sin cuento. Tantas cosas sentía en mi corazón mientras me llegaba a Ti, que apenas me sostenían las piernas al acercarme, y ya sabía que reposaría en tu pecho acogedor, que sentiría la dulzura de tus manos en mi cintura, y que estaría a salvo contigo de las falsas ternuras del mundo. “Padre nuestro que estás en los cielos…”, voy hacia Ti.
“Santificado sea tu nombre…”
Y oraba diciendo: “Santificado sea tu nombre…”. Santo, Santo, Santo, Señor del Universo, bendito seas por siempre en los cielos y en la tierra. Pero, ¿cuándo bendije yo tu nombre? ¿Cuándo mis labios ardieron como ascuas alabando el dulce nombre del Padre? ¿Cuándo te adoré, Señor mío y Dios mío, dueño de todo lo que soy y todo lo que tengo, y cuándo postré mi rostro ante Ti sobre el polvo del que me formaste? ¿Cuándo proclamé la grandeza de mi Dios, el Único Señor, que desplegó los cielos con el poder de su brazo sobre todo lo creado, para que le dieran gloria en los siglos que se cuentan? “Santificado sea tu nombre…”, decía, tu Nombre Santo, Señor, la palabra divina impronunciable, el nombre sobre todo nombre, que existe desde la eternidad, antes de que tu espíritu creador aleteara sobre las aguas y el caos informe de la tierra, en el día primero del mundo, el nombre de Dios, que se dio el ser, que es “el que Es”, como le respondió a Moisés desde la zarza que ardía en Horeb.
“Venga a nosotros tu reino…”
Y proseguía en un susurro temeroso, “Venga a nosotros tu reino…”, sin saber bien lo que decía. ¿Acaso no se lo dijo Jesús al procurador Pilato? Su reino no es de este mundo, pues si lo fuera sus ministros hubieran luchado para liberarlo. Pobre de mí, que he caído en el mismo error de sus discípulos, que creían llegada la hora de restaurar el reino de Israel, un reino solo de los hombres. Pero Jesús les dijo: “Buscad primero el Reino de Dios y su Justicia, y todo lo demás, se os dará por añadidura”. ¿Es ese reino el que debemos pedir al Padre en la oración del Hijo? ¿Y dónde está tu Reino, Señor?, ¡dónde tu Reino! Porque Jesús enseñó que los reyes imperan con autoridad sobre las naciones, pero que no será así entre nosotros, sino, que el que manda será como el que sirve. Señor, ¿por qué todo lo dispones de modo distinto a lo que pensamos? Pues Jesús, siendo el maestro, se postró para lavar los pies de sus discípulos, y la misma regla dio a los que mandan. Son extraños tus preceptos, Dios mío. Pero Tú no tenías que instaurar tu reino en los cielos invisibles, donde gobiernas desde la eternidad, pues su armonía es perfecta. Y no anuncias un reino para los muertos, pues Tú eres “Dios de vivos, y no de muertos”. Pero, ¿acaso el reino que pedimos es para esta vida? ¿Acaso el “venga a nosotros…”, es para que baje del cielo a la tierra, para que los hombres disfruten aquí del Reino de Dios? Es hermosa la idea, es un santísimo deseo, pero, ¿seremos consecuentes con lo que pedimos? Solo Tú, Señor, lo puedes hacer posible; solo Tú, que conoces las almas de los hombres. Concédenos, pues, un corazón que escuche y que, atento a la gracia que prodigas, se deje llenar con la dulzura de tu amor. Venga, Señor, que ya tarda, ¡venga a nosotros tu Reino!
“Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo…”
Y “Hágase tu voluntad, así en la tierra, como en el cielo…” ¿Qué se haga tu voluntad y no la mía? Recuerdo esas palabras. Sí. Las dijo Jesús en Getsemaní,: “Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Es la voluntad del Padre que está en los cielos, que se impone al dolor, a la certeza inminente del sufrimiento insoportable, contra la lógica humana, así se hace tu voluntad, Señor. Así fue la obediencia de Abrahán, contra toda esperanza, y se le reputó por Justicia. “Padre,¿dónde está la víctima para el sacrificio?”, preguntaba Isaac, cargado con la leña que ardería en el altar. Y su padre le respondía, “Dios proveerá, hijo mío”, y nunca puso en duda tu voluntad. ¿Así nos lo requieres, Padre mío? Yo no cargo con la leña del holocausto, solo acarreo el fardo miserable de mis pecados. Si me pidieras tanto, Señor, no estoy seguro de que pudiera cumplir tus designios. ¿Es, acaso, que no me fío de ti, que desconfío de tu amor, que te temo? Pues, ¿cómo podría negar nada al que me quiere, y no me desea el mal? Jesús le preguntó a Pedro hasta tres veces por su amor, “¿Pedro, me quieres?”, le decía, y él lloraba como un niño y le respondía, “Tú sabes, Señor, que te quiero”. Solo el que ama está preparado para aceptar Tu voluntad, Señor. Y a Pedro le anunciabas su martirio. También lo hizo María, nuestra Madre, aquella niña virgen de Nazaret que puso todo su cuidado en el Señor, como san Juan de la Cruz, que lo dejó “entre las azucenas olvidado”. María, respondió generosamente al ángel, “Hágase en mí, según tu palabra”, le dijo. ¡Qué sencillo es, y cuánta grandeza manifiesta!, y que fácil es la respuesta cuando hay amor. Como el niño Samuel, que en la noche del templo de Silo no sabía que eras Tú el que le llamaba, y acudía solícito a la cama de su maestro, pero que al fin, te dio la respuesta que esperabas: ”Habla, Señor, que tu siervo escucha”. Eso te pido, Señor, tener el oído atento a tu palabra. Dame, pues, el amor que me falta para hacer tu voluntad, así en la tierra como en el cielo.
“Danos hoy nuestro pan de cada día…”
Y la petición más sencilla: “Danos hoy nuestro pan de cada día…” ¿Acaso es el pan del cuerpo y la sangre de Jesús, Señor, el pan que bajó del cielo en el seno de María? O es el pan que se agusana, el mendrugo seco que mojamos en la sopa, el pan que ganamos con el sudor de la frente, el que se compró con el denario del trabajador que llegó el último a la viña, o quizá, es el pan que amasó la viuda de Sarepta para Elías, con el último puñado de harina que le quedaba en la orza. “Lo comeremos y luego moriremos”, le dijo al profeta. Señor, muchos tenemos la orza llena. Somos como el rico que colmó su granero y se sentó dichoso a descansar, y al caer la tarde, Tú le pediste que te entregara su vida. Y a nuestro alrededor, en la casa vecina, o en la aldea global, la humanidad hambrienta languidece en los abismos de la injusticia. Pero oramos tranquilos, y no nos angustiamos pidiéndote el pan que tenemos asegurado. Danos, Señor, de tu pan y siembra en los corazones la llama de la caridad, para que seamos tus manos repartiéndolo al necesitado, para que se llenen las ollas en los comedores de caridad, para que se haga realidad en el tercer mundo el milagro de la multiplicación de los panes y los peces. Jesús, respondió así a la mujer cananea que le gritaba desde borde del camino: “No se debe echar el pan de los hijos a los cachorrillos”, mas la fe de aquella mujer lo desarmó. “Pero estos, aún pueden comer las migajas que se caen de la mesa de los hijos”, le respondió ella angustiada. Danos también, Señor, de esas migajas, las que caen de la mesa del banquete celestial, y un corazón de carne para llenarlo de amor hacia los hermanos. Que nuestra caridad sea como la de aquella pobre viuda, que depositó en el templo la ofrenda de menos valor, pero que era todo lo que tenía para comer ese día.
“Perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden…”
Dios mío, cuántas veces he mentido, cuántas veces imploré tu perdón sin perdonar yo a mi prójimo. ¡Cuánta misericordia inútilmente derramada en el cuenco que puse a tus pies, y que ya rebosaba de mis vanas disculpas! ¡Cuánta gracia perdida! Y de nuevo, vuelvo los ojos a la cruz. Allí está Jesús, colgado del madero, y mirando al cielo: “Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen”. Ese perdón no es solo para sus verdugos, los que atravesaron con clavos sus manos y sus pies, los que coronaron su frente de espinas, los que flagelaron su cuerpo descarnando sus huesos. A todos nos concierne, a todos nos alcanza, somos todos nosotros los que no sabemos. Jesús nos perdona por nuestra ignorancia de Dios, porque no te conocemos, Señor. Seguiremos llevando nuestra ofrenda al altar sin reconciliarnos con el hermano, porque nos hirió donde más nos duele, y nos llenamos de razones para no perdonar. Pero, ¿cómo es nuestro amor? Jesús dio la vida por todos, amigos y enemigos, y yo quiero salvar la mía a toda costa. Mi miserable vida, Señor, que así no vale nada. Señor, dame fuerzas para perdonar con sincero corazón, aun a costa del mundano prestigio que tanto valoro. Que el tiempo que pierdo en buscar disculpas para mis yerros los emplee en tu alabanza.
“No nos dejes caer en la tentación…”
Para la gloria que espero sin presunción, Señor, necesito tu gracia. “No me dejes caer en la tentación…” Siete veces al día cae el justo, proclama la sabiduría del cielo, y como dice el salmo, tal parece que hemos nacido para el pecado. Fuimos expulsados del Paraíso, perdimos tu amistad, y vagamos desorientados por el mundo. Déjame asirme, Señor, a los pliegues del manto de Jesús, con la esperanza ciega de la hemorroísa, que gastó en médicos toda su fortuna, y que luego, para curarse, solo quería tocar la orla de su vestido. No importa que la multitud me pisotee cuando trate de acercarme, o que todos reprochen mi atrevimiento. Le gritaré a Jesús desde el borde del camino que tenga piedad de mí, que vea, como Bartimeo, el ciego de Jericó, con la simplicidad y la entereza de aquel mendigo que nunca había visto la luz del día, y que oyó que Jesús pasaba por su lado, y que se alejaba. Tiraré el manto ajado de mi pereza y daré un salto hacia adelante, hacia el camino por donde pasa Jesús. “No nos dejes caer en la tentación”, Señor, ¿no ves que nuestra barca se hunde en medio de las olas y que perecemos? Te lo pediré con mi fe pobre y mezquina, porque no tengo la de aquellos que Jesús curó por los caminos. Pero no me dejes, Señor, pon Tú lo que le falte a mi miserable súplica.
“Y líbranos del mal”
Líbranos de todos los males, Señor, de los del cuerpo y de los del alma. El mal lo hemos inventado nosotros, Señor, no estaba previsto en tu plan creador. Pero míranos con misericordia y concédenos lo que te pedimos. Tú sabes, Señor, que el mal nos acosa cuando estamos lejos de Ti, que eres la fuente de todos los bienes, y que estamos avocados al pecado y a la muerte. Pero Señor, el mal llega a nosotros placentero y atractivo, revestido de las galas de la soberbia que nos envanece, de la avaricia con la que atesoramos la falsa seguridad del mundo, de la lujuria que excita nuestros sentidos, de la ira con la que sometemos a los débiles, de la gula que nos hace desear los manjares más deliciosos, de la envidia que nos entristece por la felicidad ajena, de la pereza que consume nuestros mejores propósitos. ¡Cuánto placer en el pecado! ¡Cuánto desdén para las virtudes que lo curan! Para la humildad que nos humilla, para la generosidad que ignoramos, para la castidad que creemos innecesaria, para la paciencia que es cobardía, para la templanza que nos aburre, para la caridad que nadie se merece de nosotros, y para la diligencia que importuna nuestro merecido descanso! Y por tan tristes razones, la virtud yace olvidada. ¿Cómo, pues, podremos levantar la vista hasta ti, Señor, desde el lodazal en que nos revolcamos?
Se distinguen, Señor, a lo lejos, los jinetes apocalípticos que nos espantan. Caminan hacia Sodoma, la ciudad de la perdición. Portan los atributos de la guerra, el hambre y la peste, y son los mensajeros de la muerte; delante de ellos, la gente huye despavorida de sus casas. Llevan con ellos los pecados del mundo: la soledad, la tristeza, la desgana, la vileza, la mentira, la infidelidad, el aborto, la drogadicción, la blasfemia, la calumnia, el adulterio, la estafa, el asesinato, la prevaricación, la codicia, la esclavitud, y todos los abusos. Señor, haz que se detengan en su loca carrera y que eleven los ojos al cielo, que rechacen el mal que ahora se procuran, y busquen el único bien, que eres Tú. Te lo pedimos por Nuestro Señor Jesucristo, el que monta el caballo blanco en la visión de tu apóstol Juan, el que lleva el arco y la corona de victoria, el vencedor del pecado y de la muerte. Y líbranos del mal, de todos los males. “Ven Señor Jesús”.
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