«En aquel tiempo, estaba Jesús hablando a la gente, cuando su madre y sus hermanos se presentaron fuera, tratando de hablar con él. Uno se lo avisó: “Oye, tu madre y tus hermanos están fuera y quieren hablar contigo”. Pero él contestó al que le avisaba: “¿Quién es mí madre y quiénes son mis hermanos?”. Y, señalando con la mano a los discípulos, dijo: “Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de mi Padre del cielo, ese es mi hermano, y mi hermana, y mi madre”». (Mt. 12,46-50)
Hay una serie de convencionalismos falsos que son considerados como indiscutibles artículos de fe. Jesucristo viene a desmontar todo este monumental error, fruto de un sentimentalismo que, mal entendido, se confunde con el verdadero amor.
Lo que los hombres muchas veces entendemos como amor no suele pasar de ser un sentimiento de complacencia histérico que no va más allá de la propia satisfacción. En la medida en la que nos sentimos a gusto, realizados, en compañía de la persona “amada”, relativizamos todo lo demás. Se dice en muchas ocasiones que “la familia es lo primero”, se exalta el amor incondicional de las madres por sus hijos.
Sin embargo, si se analizan estos sentimientos se podrán ver los fallos de que adolecen: la buena armonía entre familiares se resquebraja en cuanto una herencia, por ejemplo, suscita intereses contrapuestos; muchas madres, en su ancianidad, se quejan constantemente de lo poco que sus hijos las visitan, se sienten entristecidas, poco atendidas. Por eso, agobian a sus vástagos con sus quejas —esas pocas veces que van a verlas— con lo cual, el “hijo amado” se siente abrumado, exigido, esclavizado.
Jesucristo aprovecha esta ocasión para poner las cosas en su sitio. Si el hombre llega a entender y a aceptar que lo primero en orden al amor es Dios, todo encaja y cobra sentido.
En primer lugar hay que considerar que el amor consiste en anteponer el bien del amado a la complacencia propia, incluso hasta dar la vida por el ser querido, sin exigir nada a cambio. La vida entendida en el sentido de morir siempre a los propios deseos, al placer egoísta e, incluso, si fuera necesario, hasta entregarse al martirio físico, real, por el bien del ser amado.
Al amar a Dios por encima de todo lo demás, la persona se siente libre, se rompen las ataduras que lo ligaban a los falsos cariños, siempre exigentes. Desde esa libertad, sintiéndose totalmente compensado por el amor que Dios le muestra en toda circunstancia, uno puede donarse al prójimo sin esfuerzo, ayudado por la presencia en su corazón del Espíritu Santo. Ese amor sin egoísmo se convierte en entrega, no solo a sus allegados y amigos, sino a todas las personas con quienes haya de tratar.
Ahí está “cumplir la voluntad de Dios” que dice Jesucristo; en ella, al donarse uno se siente pleno de dicha. Este es el camino de la verdadera felicidad a la que Dios llama a todos y que, por supuesto, María, la madre de Jesús, es la única persona que siempre lo ha seguido con absoluta perfección.
Por eso, Jesucristo, con sus palabras, no solamente no rechaza a su madre, sino que, implícitamente, la está reconociendo como “mi madre y mis hermanos”, al mismo tiempo que nos dejaba una lección que cada uno debe considerar en su fuero interno con calma, objetividad y corazón limpio para sacar las consecuencias pertinentes.
Juan José Guerrero