En aquel tiempo, Jesús, para explicar a los discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola: Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: «Hazme justicia frente a mi adversario»; por algún tiempo se negó, pero después se dijo: «Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esa viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara». Y el Señor respondió: Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche? ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra? (Lc 18, 1-8).
En un escrito anónimo del siglo XIX, titulado «El peregrino ruso», que describe la espiritualidad de la Iglesia Oriental de la época, se nos presenta el afán de un peregrino por comprender y poner en práctica las palabras de S. Pablo en la primera carta a los Tesalonicenses, que dice: «Orad incesantemente» (1Tes 5, 17).
Recomiendo al lector la lectura de esta pequeña joya de la espiritualidad oriental, tremendamente pedagógica acerca de lo que en ella se viene a llamar «la oración del corazón».
Todos los Padres de la Iglesia a lo largo de la historia han enseñado la imperiosa necesidad de la oración, basándose no sólo en este texto de S. Pablo, sino en las propias palabras de Jesús en el Evangelio, que insistía a sus discípulos constantemente en esta necesidad de orar. Y en este texto de S. Lucas de hoy tenemos una muestra de ello. Jesús relata esta parábola de esta viuda insistente, para invitar a sus discípulos a tener una actitud de constancia, de insistencia pidiendo a Dios todo aquello que necesitamos de Él, que nos haga justicia.
Todos los salmos, desde el primero de ellos, ya insisten en esta constancia en la oración incesante. «Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni en la senda de los pecadores se detiene, ni en el banco de los burlones se sienta. Mas se complace en la Palabra del Señor, sus salmos susurra día y noche» (Sal 1, 1-2). Podríamos seguir y seguir citando salmos para ilustrar esta idea de continuidad incesante en la oración, y del grito que supone («a ti grito Señor, tú eres mi refugio») y de hacerlo en «todo momento» («por la mañana proclamamos tu misericordia y de noche tu fidelidad»; «bendeciré al Señor en todo tiempo», etc. etc.).
La oración cristiana no es un conjunto de fórmulas recitadas, ni jaculatorias, ni palabrerías, ni nada por el estilo. Es una actitud interior. Es un grito constante del corazón, que se eleva a Dios. Es un diálogo sin interrupción. Aquel peregrino ruso la llamaba la oración del corazón porque la asemejaba al diálogo ininterrumpido que tiene nuestro corazón con el resto de nuestro cuerpo en cada sístole y diástole, como si fuera una pregunta con su correspondiente respuesta durante toda nuestra vida, incluso durmiendo.
Al igual que esta viuda del Evangelio, todos nosotros tenemos un enemigo. Un enemigo que nos hace injusticia. Toda adversidad, angustia, dificultad, temor es nuestro enemigo. Nos ataca, nos rodea y muchas veces nos vence. En ocasiones podemos por nuestras propias fuerzas o recursos, vencerle. En muchas otras ocasiones, no. Ahí es donde necesitamos ayuda, necesitamos de un juez que nos haga justicia, que no nos dé largas. Y Jesús nos invita a gritarle día y noche que nos haga justicia. Y nos asegura que ese juez justo, que es Dios, nos hará justicia sin tardar.
Esto es la fe. Tener la certeza de que ciertamente Dios nos hará justicia y nos ayudará, de que saldrá fiador por nosotros siempre, en todo momento, ocasión y circunstancia. La oración es consecuencia de la fe y a la vez la fe es alimentada por la oración. No hay fe sin oración y no oración sin fe. Porque la oración sin fe es beatería estéril y la fe sin oración es una falacia intelectual.
El final de este fragmento de S. Lucas es interesante, porque el propio Jesús hace esta conexión entre oración y fe. Nótese que en ningún momento de la parábola habla de la fe. Sólo, al final («Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?»). Parece como que se saca de la manga este término: fe, esta fe. ¿Por qué lo emplea? Pues parece obvio que Jesús presupone la fe a la oración. Es cierto que podemos (y debiéramos) pedir en nuestra oración la fe. Pero también es cierto que si no tuviéramos fe, es decir, la experiencia fundada de que Dios, no sólo existe, que eso también lo saben los demonios (cfr. St 2, 19), sino que actúa constantemente en nuestra vida haciendo de nuestra historia personal una historia de salvación, ni siquiera podríamos ni tendría sentido nuestra oración.
Por tanto, cuando vuelva el Hijo del Hombre, Jesucristo, Señor nuestro, ¿encontrará esta fe en la tierra? Es decir, ¿encontrará esta confianza en Dios, pidiéndole que nos haga justicia y gritando a Él día y noche? Y no hablamos de la Parusía, al final de los tiempos, sino de cada venida del Señor a nuestra vida cada día, visitándonos en acontecimientos concretos y situaciones personales concretas. ¿Encontrará esta fe?
«Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá» (Lc 9, 10-11).
Ángel Olías.
1 comentario
Buen comentario, se agradece.