“Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: “Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos”. Él les dijo: “Cuando oréis decid: Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos cada día nuestro pan del mañana, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe algo, y no nos dejes caer en la tentación”.
Y les dijo: “Si alguno de vosotros tiene un amigo y viene durante la media noche para decirle: “Amigo, préstame tres panes, pues uno de mis amigos ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle”. Y, desde dentro el otro le responde: “No me molestes; la puerta está cerrada; mis niños y yo estamos acostados; no puedo levantarme para dártelos”. Si el otro insiste llamando, yo os digo que, si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por la importunidad se levantará y le dará cuanto necesite”. Pues así os digo a vosotros: “Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca halla y al que llama se le abre. ¿Qué padre entre vosotros, cuando el hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pez, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?”.
Jesús habla al corazón del hombre, de cada hombre en particular. No a una multitud impersonal o anónima, ni al género humano en su conjunto, sino a ti, precisamente a ti, y a mí, a mí en especial, a cada uno de nosotros que lo escuchamos y que no somos sencillos ni fáciles de entender, o de ser queridos por los demás, y que estamos condicionados por la edad, el lugar, el tiempo en que vivimos, la raza, el meridiano, el clima, el país, la cultura, la educación, la salud que disfrutamos, la familia que tenemos o de la que venimos, los amigos, la religión, el trabajo, la fortuna y los bienes que disfrutamos, el medio social en que vivimos, lo que sabemos y lo que ignoramos, la tristeza nuestra o la de otros que están cerca, el miedo al futuro, la alegría del momento, la enfermedad, la esperanza de vida…
Y en medio de todo ello llega el mensaje de Jesús, que es la imagen fiel de la eterna misericordia del Padre que lo envió. Es un mensaje personal e intransferible que no podemos obviar o esquivar, porque llega adentro, nos llena el alma, penetra en ese reducto íntimo y palpitante donde no podemos negar quienes somos, ni evitar la respuesta adecuada, donde no valen las disculpas vanas o los pretextos inventados, porque es allí donde arde el fuego de nuestra misericordia, la que podemos dar, la misericordia posible, la de nuestro corazón miserable, la que está a nuestro alcance, poca y mezquina, que así agota nuestras posibilidades de encuentro y acogida a las necesidades de los otros.
¿Y quién es el otro?
El otro es el que nos pide pan, como nosotros pedimos al Padre “…cada día nuestro pan del mañana”. El otro es el que nos debe y no nos paga, el que nos ofende, y que es igual que nosotros cuando pedimos al Padre: “Perdónanos nuestros pecados como nosotros perdonamos…”, es el amigo molesto que nos llama en mitad de la noche, que nos incordia cuando estamos cansados y solo queremos que nos dejen tranquilos.
Yo rezaba, Señor, para alimentar este pobre fuego de mi corazón, y me sonaban huecas las palabras, Padre nuestro, decía, “Padre nuestro que estás en los cielos…”, pero Tú, ya venías hacia mí.
Padre mío que me has visto venir desde lejos. Llegaba con mi carga de miseria entre los brazos, hambriento de caricias y de un mendrugo de pan. Y no me sentía digno de postrarme ante ti, pero Tú me veías llegar y sonreías. Te llenabas de alegría porque regresaba este hijo tuyo, y me esperabas sin reproches. Me querías como era. No reparaste en mi corazón llagado de lujuria, ni en el hedor de mis harapos. Tiraste el bastón para abrir los brazos y abrazarme, y corrí hacia ti avergonzado y contento. Quería que tus dedos cariñosos contaran los huesos de mi espalda, frágil y lánguida por tantas bacanales y noches sin reposo, que besaras las ojeras de mis párpados insomnes, heridos ahora por la luz, y que solo buscaron las tinieblas del error y el desenfreno. Tantas cosas, Señor, tantas cosas sentía mi corazón, mientras me llegaba hasta ti para que en tus fuertes brazos se curara la debilidad extrema de mi alma, y ya presentía que podría reposar en el seno acogedor de tu pecho, que sentiría la dulzura de tus manos en mi cintura, y que mi corazón estaría a salvo contigo de las falsas ternuras del mundo. “Padre nuestro que estás en los cielos…”, voy hacia Ti.