Olivier Clement nace en el sur de Francia en el ano 1921, en Nimes, un pueblo protestante. Creció en una familia atea, en la cual «nunca se hablaba de Dios». A los 27 años sin embargo, se convirtió al cristianismo tras una intensa búsqueda espiritual, recibiendo la influencia del teólogo ruso Vladimir Lossky. Llegó a ser uno de los teólogos mas influyentes de la Iglesia Ortodoxa. Enseñó Historia en un Liceo de París y posteriormente Teología Moral en el Instituto Ortodoxo de Teología Saint-Serge de la misma ciudad. Es uno de los testigos mas cualificados del encuentro de la emigración rusa con la Europa occidental. Es también autor de una treintena de libros sobre el pensamiento de la Iglesia ortodoxa y sobre el cristianismo occidental. Miembro del Instituto Ecuménico de París, fue asimismo uno de los pioneros del diálogo ecuménico, siendo invitado al Concilio Vaticano II como observador laico. Fue muy querido por Juan Pablo II, quien en 1998 le pidió que escribiese el Vía Crucis que el mismo Papa rezaría el Viernes Santo en el Coliseo. Murió el 15 de Enero del año 2009.
el rechazo del rostro
Afirma Clement (1) que en el preciso instante en que se revela la verdadera belleza, la pesadez de lo cotidiano, lo rutinario, se interrumpe. Por un momento se desvanece la voluntad de dominio, la voluntad de poder, la pretenciosa seguridad de la técnica y de las ciencias. Frente al misterio de la belleza, la propia razón se ve obligada a reconocer sus justos límites. Toda la realidad parece de repente vibrar al unísono, y la belleza se nos manifiesta como una fiesta, como una gracia, a través de la cual se nos revela fugazmente una especie de integridad paradisiaca…
Durante siglos el hombre ha percibido en su cultura la dimensión trascendente de la belleza. Sin embargo, advierte el autor, en Occidente hemos asistido en los últimos tiempos a una crisis del concepto de belleza mismo. También en el ámbito del arte, se suceden a partir del siglo XX una serie de nuevos movimientos artísticos en abierta ruptura con la tradición anterior: cubismo, futurismo, surrealismo… Dicha ruptura parece ser un claro reflejo de la propia disolución existencial del hombre, al haber este perdido su propia “estabilidad espiritual” .
Curiosamente uno de los rasgos que impresiona al teólogo francés sobre la pintura contemporánea es precisamente lo que el denomina el rechazo del rostro, es decir, una aparente incapacidad de representar el rostro humane en el arte. Estos mismos síntomas de crisis aparecen también en otras artes, como por ejemplo la literatura, donde también las palabras se separan del mundo del sentido y del logos, como en el caso de James Joyce (2).
En realidad estos procesos de desintegración en el arte parecen ser un reflejo profético de la propia desintegración del hombre en el contexto de la cultura contemporánea. En este sentido, Clement opina que Picasso y Kafka habrían entrevisto anticipadamente y plasmado en su arte “la sociedad de los campos de concentración”
AI mismo tiempo, y en paralelo a esta crisis del arte y de la propia belleza, hemos asistido también durante el siglo XX, de forma paradójica, a un esfuerzo por absolutizar la belleza o la propia experiencia estética, en un intento de alcanzar la síntesis perfecta de la belleza o el arte total. Recordemos en este sentido el drama musical de un Wagner, por ejemplo. EI artista busca de nuevo reencontrarse con las raíces sagradas de la existencia a través de este arte “total”, de carácter cuasi-mágico o teúrgico.
la dimensión espiritual del arte
En cualquier caso, lo primero que deberíamos preguntarnos es: ¿cuáles son las causas de esta crisis? Clement, que pertenece a la tradición oriental, opina que parte de la culpa en este proceso de decadencia en el arte contemporáneo podría tener sus raíces en el individualismo de la sociedad occidental, así como en la importancia reguladora que posee el dinero en una economía marcadamente liberal. El dinero, en este sentido, acelera en el arte la importancia dada al instinto, puesto que este (sexo, muerte) “vende bien”. La superación de esta crisis, por otra parte, no puede venir tampoco impuesta de forma “totalitaria” esteticista, en un esfuerzo por absolutizar la belleza o el arte. El movimiento del arte por el arte, o la idolatría del arte, es una tentación que se revela vana, puesto que el arte no puede quedar desligado de su verdadero origen sin perjudicarse a sí mismo en alguna medida.
Sin embargo, sigue existiendo en nuestra sociedad occidental, herida por el individualismo y el afán de dinero, esta nostalgia de belleza y de sentido, esta secreta aspiración por la armonía y por la unidad perdida, esta exigencia de síntesis a través del arte. El hombre occidental advierte la necesidad de lo artístico en el campo funcional, cuando intenta por ejemplo planificar de forma estética el urbanismo, la ciudad secular. Es cada vez mas consciente de que “…que el hombre no vive solo de pan, sino también de belleza”. La propia arquitectura descubre cada vez mas su propia misión espiritual, su objetivo de “humanizar” el espacio, etc. Y lo mismo podríamos decir respecto a otras artes. En definitiva, se presienten en muchas de estas búsquedas el anhelo de recuperar dicha dimensión espiritual del arte.
En realidad, sentencia Clement, “no existe una gran cultura que no haya nacido de un culto». Cuando la cultura se separa de su fuente u origen espiritual, lentamente entra en decadencia o se convierte en el “lujo de una elite”. Los propios museos corren el riesgo de convertirse en un “juego para espectadores, para consumidores”, lejos de aquella participación activa y creadora de la persona que entraba en contacto, a través de la obra de arte, con la propia belleza y su misteriosa fuente divina. La diosa-cultura, en algunos ambientes sustituye a la diosa-razón, tiene sus propios santuarios o “casas de cultura”, pero no deja de ser una cultura en compartimentos estancos, fragmentaria, y que a muchos jóvenes, sobre todo, les parece anticuada y separada de su propia vida real.
No obstante, la verdadera belleza es irreductible, se resiste a morir, y sigue persiguiendo al hombre a través de la nostalgia. Muchos, teniendo el sentimiento de que la vida moderna “disuelve al hombre» y lo separa de las fuentes del ser, buscan el origen (archè) de esta belleza, buscando lo “arcaico” en el pasado, en la propia naturaleza, en lugares de silencio y belleza. El hombre moderno, en sus masivas “migraciones” estivales, busca el mar, el sol, las montanas, los bosques… Las familias desean al menos de cuando en cuando arraigarse en lugares que encierren este misterio de belleza y de paz.
En definitiva, la belleza parece ser en nuestro tiempo el único enigma, el único presentimiento, la única potencia capaz de “despertar” al hombre en su nostalgia de un paraíso perdido (3). Y el arte participa también de esta nostalgia de belleza, pues, como se ha afirmado también con sencilla y profunda lucidez, “el arte es la nostalgia de Dios”.
Cristo, “milagro de los milagros”
Por esto mismo, encontrar nuevos caminos, nuevas vías a la belleza en nuestra sociedad occidental solo es posible, en realidad, a partir de un retorno a los orígenes, a partir de un cristianismo renovado, opina Olivier Clement. Porque en realidad la Belleza es uno de los Nombres Divinos, como indica la palabra bíblica que se repite tantas veces en la Escritura para referirse a El: “Gloria” (Kábòd).
Todo lo bello existente en la creación “glorifica” a Dios, puesto que es un reflejo de esa primera belleza del paraíso, de ese origen (archè) divino que imprime su huella en todo lo que existe. Sin embargo, advierte el autor francés, el hombre “…ha interrumpido la circulación de la gloria”, se ha separado de Dios. Percibimos también en muchos aspectos del arte contemporáneo una segunda belleza, que refleja la condición del hombre caído, que puede ser ambigua o aterradora, pero que puede reflejar también la nostalgia de una inocencia original, de aquella primera belleza.
La vocación del artista consiste por tanto en testimoniar esta belleza original o primera, pero atravesando la prueba inevitable de la segunda. Esto solamente puede hacerlo a través de la belleza de la cruz de Cristo. La belleza perfecta, paradójicamente, es la “belleza de un rostro crucificado». El Varón de dolores, sin belleza según este mundo, se revela como el Transfigurado. Por esto la nueva belleza es una belleza Pascual, que no puede prescindir de la Muerte y Resurrección de Cristo. Esta es la tercera belleza. No la belleza de Dios sin el hombre, que resultaba terrible para Moisés, ni tampoco la belleza del hombre sin Dios, que se convierte en esteticismo, ausencia o destrucción, sino la belleza del Emmanuel, del Dios con nosotros.
Desde un cristianismo “filocálico” (4) el hombre puede reflejar la transfiguración que también se opera en Él como hijo de Dios y también en toda la creación, hasta en las cosas mas humildes y cotidianas, pues en todo se refleja esta vocación a lo absoluto, a la eternidad. El arte «filocálico” refleja un mundo que “sufre dolores de parto” hasta transformarse en Cristo, «zarza ardiente”, reflejo de la Gloria de Dios. Reconoce en todo hombre, en toda cosa, en todo acontecimiento, la oportunidad de esa tercera belleza.
Descubre que en realidad “todo es sagrado”. La promesa que toda belleza encierra no es injusta, sino que obtiene su definitivo cumplimiento en la eternidad y en la gloria. La creación entera ha sido redimida por Cristo, “milagro de los milagros”. Por esto el artista intuye en el secreto del ser y de las cosas este milagro de la redención, descubre en realidad que “todo el universo es milagro”. Por esto mismo, al igual que la belleza de los santos, también la belleza de una creación inspirada es capaz de evocar la propia Belleza de Dios.
1. Cf. Clement, O., Surcos de Luz. La fe y la belleza, Editorial Monte Carmelo, Burgos, 2005, pp.21-44, así como: Clement, O., Sobre el hombre. La tercera belleza, Encuentro Ediciones, Madrid, 1983, pp.210-241.
2. La celebre obra de Joyce, Ulises, podría ser un ejemplo elocuente de esta «desintegración» del propio lenguaje.
3. La filósofa judía Simone Weil afirmaba, en un sentido parecido, que la belleza del mundo es hoy casi la única vía para el hombre actual de llegar a la creencia de Dios.
4. De “Filocalia”, termino de origen griego (amor a lo bello y bueno). La filocalia forma parte de la tradición ortodoxa oriental, recopilada en numerosos textos de carácter místico y ascético. Dicha tradición otorga un papel muy relevante a la belleza en la relación del hombre con Dios.