«En aquel tiempo, a unos fariseos que le preguntaban cuándo iba a llegar el reino de Dios Jesús les contestó: “El reino de Dios no vendrá espectacularmente, ni anunciarán que está aquí o está allí; porque mirad, el reino de Dios está dentro de vosotros”. Dijo a sus discípulos: “Llegará un tiempo en que desearéis vivir un día con el Hijo del hombre, y no podréis. Si os dicen que está aquí o está allí no os vayáis detrás. Como el fulgor del relámpago brilla de un horizonte a otro, así será el Hijo del hombre en su día. Pero antes tiene que padecer mucho y ser reprobado por esta generación”». (Lc 17,20-25)
No mováis la cabeza intempestivamente hacia arriba y hacia abajo, hacia un lado y otro buscando con vuestros ojos fenómenos extraordinarios que os hablen del Reino de Dios. El Reino de Dios está ya entre vosotros. En realidad lo que Jesucristo está anunciando es: Yo soy el Reino de Dios, soy el Emmanuel, por mí el Reino está entre vosotros.
Es muy clarificador a este respecto el testimonio de Juan Bautista con ocasión del bautismo de Jesús. Oigamos su confesión: “Yo no le conocía pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con Espíritu Santo” (Jn 1,33). No conocía a Jesús aunque este vivía en medio de su pueblo, pero cuando vio la señal que le había anunciado Dios, dio testimonio de Él. “Yo le he visto y doy testimonio de que este es el Elegido de Dios” (Jn 1,34). Lo mismo podemos decir hoy. Está entre nosotros. Más aún, habita en el interior de cada hombre en sus voces internas que, como las del salmista, claman por saber quién es Dios: “Escucha, Yahveh, mi voz que clama, ¡tenme piedad, respóndeme! Dice de ti mi corazón: Busca su rostro. Sí, Dios mío, tu rostro busco y no me lo ocultes” (Sal 27,7-9).
Grita también nuestro corazón ante la orfandad a la que nos somete el Príncipe de la mentira cuando, seduciéndonos con toda una ola de falsedades, nos aleja de nuestro Dios y Padre. Vemos, por ejemplo, en qué quedó tanta promesa a la que se abrazó el hijo pródigo. Sometido a penurias sin fin, su voz interior le hizo volver al Padre. “…y entrando en sí mismo, dijo: ¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre! Me levantaré, iré donde mi padre…” (Lc 15,17-18).
Antonio Pavía