«Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios». (Jn 3,16-18)
La vida es el don de Dios y el obsequio más grandioso que puede hacer nadie, darse a sí mismo, regalarse a la humanidad en la persona de Jesucristo. La entrega de Jesús incluye también el extremo al que llegó: dar la vida por amor en la cruz. Es una ofrenda gratuita de verdad, que no espera nada a cambio. Por eso conocerlo y seguir sus huellas es el mayor engrandecimiento que un ser humano puede aspirar.
Lo que Jesús nos ofrece no es un listado de medidas para que seamos desdichados, que restringe nuestras posibilidades, que nos hace ser carentes de humanidad. Al contrario, su recomendación nos permite concebir de forma fidedigna qué representa ser compasivo y misericordioso: entregar la vida por los hermanos. Solo el amor puede ser la respuesta a los anhelos del alma. Cualquier parecido, cualquier respuesta parcial acabará volviéndose en contra de la propia persona.
¿Nos quedamos con los brazos cruzados o podemos hacer algo para aceptarlo de forma más convencida y anunciarlo con más transparencia?
Hoy celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad, la celebración más trascendente de nuestra fe. Dios no es solitario, sino una comunidad total, una comunidad de amor, que se revela al mundo por amor y para el amor.
Miguel Iborra Viciana