Francisco Jiménez Ambel«En aquel tiempo, dijeron a Jesús los fariseos y los escribas: “Los discípulos de Juan ayunan a menudo y oran, y los de los fariseos también; en cambio, los tuyos, a comer y a beber”. Jesús les contestó: “¿Queréis que ayunen los amigos del novio mientras el novio está con ellos? Llegará el día en que se lo lleven, y entonces ayunarán”. Y añadió esta parábola: “Nadie recorta una pieza de un manto nuevo para ponérsela a un manto viejo; porque se estropea el nuevo, y la pieza no le pega al viejo. Nadie echa vino nuevo en odres viejos; porque el vino nuevo revienta los odres, se derrama, y los odres se estropean. A vino nuevo, odres nuevos. Nadie que cate vino añejo quiere del nuevo, pues dirá: ‘Está bueno el añejo’” ». (Lc 5,33-39).
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Estamos en casa de Leví, que ha dejado todo ante el “sígueme” de Jesús. Organiza un gran banquete y allí se concitan muchos publicanos. Los fariseos y sus escribas no lo soportan y regañan a los discípulos de Jesús por comer y beber con publicanos y pecadores. Jesús tercia en el debate: “No necesitan médico los sanos sino los que están mal. No he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores”.
Después de semejante “buena nueva”, los fariseos y sus “teólogos” no se aquietan y replican en la forma que recoge el pasaje que nos propone la Iglesia para la eucaristía de hoy, para nuestro encuentro existencial con el “novio”.
Los fariseos han encontrado un argumento demoledor; no es simplemente que ellos ayunen es que —en eso— se asemejan a los discípulos de Juan, que también ayunan. Afean: Los únicos que no ayunáis sois vosotros, prontos a la comida y la bebida. Queda muy bonito eso de mezclarse con los pecadores para “rescatarlos”, pero en realidad os dais a las comilonas y borracheras, en contraste con nosotros y —esto es lo fuerte— con quienes secundan al austero Juan (El bautista). Ni que decir tiene; la Ley está de nuestra parte.
Pero la fiesta, la comida y la bebida hacen referencia a una Boda, a una Alianza esponsalicia. Por ella —“con ninguna nación obró así ni les dio a conocer sus mandatos” — celebramos la Pascua y todas nuestras fiestas. Y el ayuno no hace sino anhelar la “venida”.
Jesús se manifiesta, aquí se descara: Él es el novio. Es Él quien se desposa con la nueva casa de Israel venciendo el pecado y la muerte. Con la “presencia” del novio está justificada la fiesta. Es más, la fiesta evidencia que algunos han reconocido al novio. El ayuno tenía sentido durante la “espera” pero no ahora que ha llegado el Mesías, el Salvador.
Ahora bien, el ayuno volverá a tener sentido, cuando se lleven al novio; “entonces ayunarán”. Y en ese tiempo venidero el ayuno os hermanará. Ahora dejad a mis discípulos que disfruten “mi” presencia. “Yo hago nuevas todas las cosas”. Explica Jesús, en ese contexto, la parábola de los de los odres nuevos y el paño nuevo.
Es difícil, muy difícil, aceptar lo nuevo como “verdadero”. Lo nuevo y la bebida, hacen referencia a una Boda, a una Alianza esponsalicia. Por ella —el paño nuevo y los odres nuevos— son fácil pasto de las críticas; comilonas y borracheras se pueden traducir por “guitarritas” y “folklore”. Los odres rotos y el vino derramado son estructuras y proyectos “pastorales” fracasados. El paño nuevo que desgarra son “innovaciones” peligrosas, o “experimentos” desbocados.
¿Qué duda cabe? El añejo es el vino bueno; lo de “toda la vida” es lo válido, para quien lo ha catado (gustado, sinceramente). Honestamente dice: “Ya se ve a que ha conducido todo esto”. Aferrarse a las tradiciones y proponer la ascética es una opción sugerente, y parece incontestable con el aval de Juan el Bautista.
Pero no, Jesús ha traído la fiesta, nos ha instalado en las “bodas del cordero”, nos ha perpetuado su amor en la Eucaristía. El vino nuevo —su sangre— necesita odres nuevos. El manto nuevo, no se puede recortar para incrustarlo en el viejo; se malograrán ambos.
«¿Queréis que ayunen los amigos del novio mientras el novio está con ellos?”. Se trata de amigos, no de siervos. Los amigos participan de la alegría del novio; el que con su inmolación ha venido a llamar a conversión a los pecadores, no a los justos. Los que nos creemos justos nos perdemos la fiesta, no experimentamos la profunda alegría de los que se sienten liberados de sus culpas. Y, tristemente, malgastamos nuestra vida reprochando incumplimientos ajenos.
Más nos valdría unirnos al convite de publicanos y pecadores. Jesús estaría con nosotros y nos consideraría “amigos”. Se trata de que en serio hayamos reaccionado ante el asombroso hecho de que Dios nos hable adhiriéndonos al responsorial: “El Señor es quien salva a los justos”.
El ayuno —la ascética— se necesita cuando el mundo, el demonio y la carne nos arrebatan al Novio. Pero Él —el fiel— renueva su alianza con su esposa y se entrega en cada eucaristía, verdadero odre nuevo.
Desde luego el “haced lo que Él os diga” de María, léase la Iglesia, sigue siendo imprescindible para que nuestra agua —preparada para la observancia de la purificación según la Ley— se convierta en vino, en alegría.