Dijo Jesús al gentío: “¿A quién compararé esta generación? Se asemeja a unos niños sentados en la plaza, que gritan diciendo: Hemos tocado la flauta, y no habéis bailado; hemos entonado lamentaciones, y no habéis llorado”. Porque vino Juan, que ni comía ni bebía, y dicen: “Tiene un demonio”. Vino el hijo del hombre, que como y bebe, y dicen: “Ahí tenéis a un comilón y borracho, amigo de publicanos y pecadores”. Pero la sabiduría se ha acreditado por sus obras” (San Mateo 11, 16-19).
COMENTARIO
Si bien se mira, la mayoría de la gente, en la mayor parte de su tiempo no hace otra cosa que reaccionar. De forma mediata o inmediata, la conducta del “gentío” es esencialmente reactiva. De ahí la importancia que ha cobrado la “propaganda” de las escuelas psicológicas que reducen todo el comportamiento humano al mecanismo estímulo-reacción. La manipulación y la ingeniería social, instigados por el padre de la mentira, hace tiempo que cuentan con la eficacia del actuar sobre los estímulos, ya que las reacciones se pueden dar por descontadas. Y todo esto se aplica en la siembra del mal, especialmente con las adicciones, la conformación de los modelos de referencia que van a ser imitados con toda probabilidad, y la exaltación de la etología o comportamiento animal, extrapolado al ser humano. Todo esto, agigantado por el gregarismo, el anonimato y la presión de los medios de comunicación, traducido a opinión general incontestable, es demoníaco. La reducción de lo humano a lo reactivo es llanamente la deshumanización.
El evangelio de hoy contiene una actualidad y vigencia incuestionables; interpela a “esta generación”. Que es la nuestra, la del siglo XXI. Los niños de la plaza nos remiten al infantilismo con que nos tomamos las cosas importantes, las definitivas. Ni siquiera reaccionamos como sería esperable. Lo que nos caracteriza es, por tanto, la incoherencia. No bailamos de alegría cuando toca, y no lloramos cuando es de razón; ni la flauta ni las endechas surten efecto. Estamos siempre a la contra, nos lo permite la “autonomía moral”; el hago lo que quiero y me posiciono a mi antojo siempre, tanto frente al rigorismo de El Bautista como frente a la condescendencia de El Hijo del Hombre. Y no sólo no nos conformamos con el disenso, sino que proferimos imprecaciones terribles: al austero Juan lo encasillamos como poseído -tiene un demonio–, y al propio Jesús que se dirige a la multitud, y discierne sobre toda una generación (la que lo ha conocido a ÉL), lo descalificamos como borracho y comilón amigo de publicanos y pecadores.
Si se me permite una actualización del lenguaje, para agitar nuestra adormecida sensibilidad, el evangelista, tal vez redactaría hoy en día la crítica así; al Bautista se le estigmatiza como un perturbado mental, y al Hijo del Hombre se le tilda de vicioso amigo de traidores y delincuentes.
Ahora bien, a fin de cuentas, eso no son más que opiniones; reacciones ante dos personas molestas, desestabilizadoras de los bien pensantes. Es cierto: la gente no sabe lo que quiere, o incluye la contradicción en su ser, y es muy libre – se dice – de opinar y reaccionar como les plazca. ¿Y qué? ¿Por qué no puede esta generación contradecir las incitaciones? ¿Acaso no es libre?
Pero la sabiduría se ha acreditado por sus obras.
Lo maravilloso de este pasaje es la correlación entre sabiduría y obras. Y es que la Sabiduría es y está en Jesús. Y lo que lo acredita son sus obras; no las reacciones o las opiniones o los comentarios, sino los testarudos hechos, lo que El hizo. Anunciar el fin de la muerte y ofrecer su vida para demostrarlo.
Mucha gente se pregunta si no se podría haber realizado la salvación de la Humanidad de otra forma, menos cruenta, más aceptable por nuestra sensibilidad, más acorde con nuestros criterios. Creo recordar que fue San Juan Pablo II, y lamento no encontrar la cita, quien dijo que la muerte y resurrección de Jesucristo era la única forma de evidenciar la derrota definitiva del mal, del pecado y de la muerte. Estas son las obras que lo acreditan como la Sabiduría.
Aunque no es muy frecuente, me entusiasma atribuir a Jesús el título de El Sabio. Ya de niño asombró a los doctores. Y en su vida pública arrastraba a las multitudes. Y nadie le discutía el honor de Rabí. Tenía muchísimos discípulos y seguidores. Y sus enseñanzas producían estupor. La gente le reconocía autoridad moral. Dejaba sin argumentos a sus contrincantes. Desconcertaba a los poderosos. Conocía las verdaderas intenciones y los pensamientos ocultos. Despertaba la curiosidad de los desalmados. Era la encarnación de la Sabiduría. Y la Sabiduría no es una teoría o una idea, son sus obras. La voluntad de su Padre. La oblación de su vida. Eso lo acredita incontestablemente y al margen de toda reacción inconsecuente, también, en esta generación nuestra.