«En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: ”¿A quién se parece esta generación? Se parece a los niños sentados en la plaza, que gritan a otros:’»Hemos tocado la flauta, y no habéis bailado; hemos cantado lamentaciones, y no habéis llorado’. Porque vino Juan, que ni comía ni bebía, y dicen: ‘Tiene un demonio’. Vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: ‘Ahí tenéis a un comilón y borracho, amigo de publicanos y pecadores’. Pero los hechos dan razón a la sabiduría de Dios”». (Mt 11,16-19)
Nos viene muy bien que la Iglesia proclame lo que decía Jesús en aquel tiempo a la gente, más que nada por lo actual. Es cierto que este evangelio retrata a nuestra sociedad, nos retrata a todos. Somos nosotros a quienes se refería Jesucristo. Esta Palabra encierra una advertencia, muy acorde con el tiempo de Adviento. ¡Ojo con nuestra actitud ante la vida, ante Dios! No sea que finalmente se nos pueda aplicar aquello de no conocer el tiempo de Su visita.
Cuando Dios se manifestó a Elías, lo hizo de modo sutil, como suave brisa. Es como si Dios quisiera de nuestra vigilancia, de nuestra alerta, de nuestro estar pendiente para recibirle “porque a la hora que menos penséis, viene el Hijo del Hombre”. No obstante estos que son rechazados —Juan por llamar a conversión, Jesús por comer con los que colaboraban con los romanos y con los pecadores— son sabiduría de Dios encarnada, acompañados por obras de vida eterna, que dan testimonio de ellos mismos.
Pensar en que Cristo fue rechazado puede sernos muy útil en este Año de la Fe, porque se nos invita a anunciar el Evangelio, y pensamos que la gente necesita otra cosa distinta a este anuncio, necesita trabajo, salud, bienestar… Y además se van a reír de nosotros, o no nos van a escuchar. Dice la Escritura que hubo profetas que hicieron lo mismo, guardarse el anuncio, y que Dios los zarandeó para que cumplieran su misión, porque era importante, necesario que se supiera que había espíritu de profecía en Israel, que indicaba que Dios estaba vivo y quería actuar.
No se trata de moralizar, sino de caer en la cuenta de la importancia del anuncio: ¡Convertíos! ¡El Reino de los Cielos ha llegado ya! Es importante el anuncio, porque “Dios ha querido salvar al mundo a través de la necedad de la predicación” (del kerigma), porque la fe viene por la predicación. Para poder transmitir la fe —algo que cuando lo das te crece— es fundamental predicar, y no solo con el ejemplo, porque “una palabra tuya bastará para sanarme”.
No en vano el mismísimo Papa tiene un predicador, alguien que le predique, porque la fe entra por el oído. No podemos vivir sin que se nos predique, y podemos hacer que otros alcancen la fe predicándoles, porque el Espíritu Santo —que es el amor de Dios— lo podemos comunicar los unos a los otros. Jesucristo ha vencido la muerte, y Dios lo ha resucitado para nuestra justificación. Y aunque cerca de nosotros esté la Palabra, en nuestros labios y en nuestro corazón, tantas veces no se nos abren a ella los ojos más que cuando un profeta nos anuncia el amor que Dios nos tiene, como a los de Emaús.
Necesitamos profetas que aumenten nuestra fe con la predicación. El mundo necesita de nosotros para escuchar lo que Dios ama al hombre, la vida nueva en Cristo que podemos disfrutar gracias a que el Espíritu Santo ha sido derramado gratuitamente porque Cristo nos amó y nos lo dió. Bien lo sabía san Juan de la Cruz, a quien hoy celebra la Iglesia universal, y también que para entrar en estas riquezas de su sabiduría, la puerta es la cruz, que es angosta. Y desear entrar por ella es de pocos; mas desear los deleites a que se viene por ella es de muchos.
Alfonso V. Carrascosa
Científico del CSIC