“Dijo Jesús a sus discípulos: “Si me conocierais a mí conocerías también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto”. Felipe le dice: “Señor, muéstranos al Padre y nos basta”. Jesús le replica: “Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. Cómo dices tú: ¿Muéstranos al Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hago por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, él mismo hace las obras. Creedme, yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Si no, creed a las obras. En verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, también hará las obras que yo hago, y aún mayores. Porque yo me voy al Padre. Y lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré” (San Juan 14, 7-14).
COMENTARIO
No es posible, no lo entenderemos. Estamos ante el misterio del Dios Uno y Trino. En la última etapa de la estancia de Jesús entre nosotros, cuando subió a Jerusalén para cumplir el plan que Dios tenía diseñado para el Hijo desde la eternidad, en la fiesta de la Dedicación del Templo, se paseaba Jesús por el pórtico de Salomón y como quiera que los judíos lo asediaban preguntándole si era el Mesías (Juan 10,22-24), les dijo: “Yo y el Padre somos uno” (Juan 10,30).
Es una afirmación rotunda y definitiva, y por ello mismo, indescifrable para nosotros. Dicen los exégetas que la clave para entender esta frase radica en el prólogo del Evangelio de Juan, quizá en la primera estrofa: En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios” (1,1), o quizá en la catorce: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (1-14). No cabe duda alguna a este respecto, pues el Verbo es Jesús, y el Verbo era Dios, y está junto a Dios, y Dios es el Padre, por eso Jesús es uno con el Padre, lo que no quiere decir que sean una sola persona, lo sabemos por la fe, “un solo Dios verdadero y tres personas distintas, Padre, Hijo e Espíritu Santo”.
Pero es que cuando Jesús afirma que “yo estoy en el Padre y el Padre en mí”, no está pretendiendo aclarar este misterio insoluble para nosotros, solo quiere afirmar su divinidad y manifestarse como Dios ante los hombres, y por eso dice a sus discípulos en el Discurso de la Cena: “El Padre, que permanece en mí, el mismo hace las obras”, y si no podéis creer eso, al menos, “creed a las obras”, es decir, les pide que crean en las obras que él hizo y ellos le han visto hacer, en las que ha manifestado de un modo categórico su divinidad, pues solo Dios puede hacerlas.
Y aún les dice más, pues concluye su parlamento enunciando ese poder maravilloso que emana de la fe en Jesucristo, y que él ya les había otorgado como don sobrenatural a sus discípulos, pues “el que cree en mí también hará las obras que yo hago, y aún mayores porque yo me voy al Padre”, y “si pedís algo en mi nombre, yo lo haré”. Es el milagro de la fe que él nos promete, y que está reservado para los que le aman y guardan sus mandamientos.
Y de ese empeño vehemente en revelar su divinidad más allá de toda duda o consideración, nace la reprimenda cariñosa a Felipe cuando este le interpela para que “les muestre al Padre”, pues le dice: “Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú muéstranos al Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí?”