¿Por qué la Iglesia prohíbe todo lo que, de forma espontánea, apetece a la mayoría de las personas? Para entender la contestación a esta pregunta es necesario establecer alguna premisa que es absolutamente cierta, guste o no guste y con independencia de que alguien lo crea o no, pues la verdad lo es en sí misma y no depende de ninguna ideología ni de la opinión o deseo de ningún hombre.
En primer lugar, Dios conoce perfectamente la naturaleza humana y la personalidad e inclinaciones de cada ser individual, porque es su Creador y ha querido hacernos a su imagen y semejanza: es decir, libres, con capacidad de elección y un deseo, que nadie puede rechazar, de ser felices. Además, la plena realización de cada persona es imposible obtenerla en esta vida; está reservada para la Vida que se abre tras el paso por la muerte.
Por otra parte, esa realización es directamente proporcional a la capacidad de amar que tenga cada persona. Amar solamente es posible a los seres libres; libres para optar por el amor, por la indiferencia o por el odio. En el caso de quienes eligen alguna de las dos últimas opciones, creyendo haber elegido egoístamente lo mejor para la propia felicidad, se consigue una separación cada vez más acusada de la meta deseada, pues el egoísmo que no mira más que al yo sin tener en cuenta las necesidades de los demás, termina por hacer daño a los otros, lo que conduce a injusticias que desencadenarán una espiral de violencia, de maldad que acabará en odio a todo lo que no sea “mi ego”. Así, nace “el placer de la venganza”, el resentimiento, la envidia y el ansia por hacer daño a los enemigos —que son las consecuencias lógicas del odio—, y que impiden sentir, e incluso desear, el verdadero amor, tal como Dios lo tiene y lo comunica a quienes lo desean. Todo esto conduce a quienes no optaron por el amor a vivir en un verdadero infierno, muy lejos de la felicidad ansiada.
La naturaleza humana, al haber rechazado a Dios en un nebuloso pasado, ha quedado corrompida y, por eso, cada persona vive constantemente solicitada por dos fuerzas opuestas: por una parte, un deseo de hacer el bien y de solidarizarse con los demás, y por otra, una perentoria necesidad de darse gusto en todo, caiga quien caiga, ahora, cuanto antes —aunque eso suponga una fuente de sufrimiento para uno mismo y para los demás a largo plazo.
La Iglesia, creada por Jesucristo, tiene como finalidad el proporcionar a todos los hombres los medios para que logre esa felicidad plena que cada persona desea. Dios, a través del Espíritu Santo, mantiene su presencia en ella y, en cada circunstancia histórica, indica qué es lo que deben hacer las personas para conseguir su salvación eterna y, en consecuencia, lograr ese objetivo de felicidad plena.
Por eso, el Señor, a través de su Iglesia, ha señalado dos sendas muy claras que propone a cada hombre de forma que pueda elegir en cada instante la que prefiera: por un lado está la oferta que presenta el mundo, que se puede resumir en “date gusto en todo, aprovéchate de cuanto puedas, pues sólo se vive una vez”. En definitiva, satisface plenamente tu egoísmo en la medida que te sea posible, sin pensar en absoluto en los demás. Por otro lado está la oferta que propone Dios, que tan bien nos conoce: “Opta siempre por hacer el bien a los demás y sé consciente de que has de vivir en lucha constante con tus malas inclinaciones; así serás más feliz en esta vida y plenamente en la Eterna”. O sea, ama por encima de todo a tus hermanos y a Mí; es decir: entra en Mi Voluntad, pues no deseo más que tu bien absoluto.