«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo”». (Mt 5,13-18)
Una vez que sentimos el amor de Dios, de acuerdo con la parábola de los talentos, estamos llamados a negociar esos talentos. Dios ya cuenta con nosotros, y no dice “seréis” la sal de la tierra, sino “sois” la sal de la tierra. Por lo que si se desvirtúa es mucho peor que antes, porque nuestra vida pierde el norte totalmente.
Es impresionante cómo, a pesar de nuestros pecados, debilidades e infidelidades, el Señor cuenta con nosotros. Pues, como decía san Felipe Neri, que no quite su mano de nuestra cabeza que se la jugamos.
Ser luz no es un privilegio, pero sí una responsabilidad, pues somos Iglesia y como tal la representamos. Dado que nada hay oculto que no vaya a ser descubierto, nuestra vida va a estar en el candelero, y debemos por tanto ajustarnos a la voluntad de Dios, para darle gloria. Nuestras obras deben ser según Dios, aunque sean un grano de arena, para llevar a los hombres de nuestro alrededor al conocimiento de la verdad y que todos se puedan salvar.
Fernando Zufía