Los “iluminados” (“illuminati”) han existido siempre en diversas etapas de la historia. Por no ir muy lejos, todos hemos oído hablar del siglo de las luces, del iluminismo; y, por sí ir más lejos, en las primeras comunidades cristianas del siglo I, a los recién bautizados se les llamaba así. Pero no vamos a entretenernos en todos estos movimientos históricos, sean del siglo que sean.
Quiero referirme al fenómeno actual con ocasión de todas las fiestas de fin de este año y primeros del otro, jalonadas por el ciclo de Navidad, Año Nuevo, Epifanía, Bautismo del Señor, precedidas y alargadas por esa hemorragia de luces y lucecitas en nuestras ciudades. En Madrid se han encendido ya a finales de noviembre nueve millones de bombillas para conmemorar y celebrar las fiestas (¿qué fiestas?). Digo Madrid porque vivo aquí, pero lo mismo ocurre, y más, en otras ciudades españolas, europeas y en todo el mundo, con esos árboles gigantescos resplandeciendo por todas sus hojas. Añádanse los millones y millones de bombillitas multicolores que adornan las casas y que, si fuera posible calcular su número, dudo de llegar a saber cuántas, como a Abrahán le resultó imposible contar las arenas de la playa o las estrellas del firmamento.
apagar la Luz con bombillas encendidas
Y ahora sí que me pregunto otra vez: ¿Qué fiestas? “¿En qué mundo vives?”, me dice un amigo: “Pues las de Navidad”. “¡Ah!, ya”, digo yo, mientras recuerdo cómo las bombillas seguirán por las calles hasta finales de enero o entrado febrero, como algo insignificante: insignificante no porque sea pequeño el trajín este, sino por falta de significado: “in-significante”, insignificancia que se convertirá en indiferencia a medida que pasen los días festivos y se queden trasnochadas.
“No me digas”, sigo pensando yo para mis adentros. Hace ya varios años que nos quieren secuestrar el sentido de la Navidad en pro del solsticio de invierno o del tontito de Papá Noel, como antes han vaciado la fiesta de Todos los Santos rellenándola con el ridículo Halloween, o cambian la Semana Santa por la semana blanca, por unas vacaciones en la playa, la nieve o la montaña; ahora también se quiere poner entre rejas al crucifijo y mañana puede salir una ley que cierre los templos porque son centros de reuniones no democráticas…
Y ya, puestos a pedir y como protesta, yo pido que se suprima el domingo (“dominica dies”) porque es el Día del Señor y etimológicamente no hay quien lo cambie, aunque no faltarán progresistas que, si ya han adulterado el concepto y realidad del matrimonio (“matris munus”, la función que desempeña una madre dotada naturalmente de útero), aplicándolo incluso a dos varones —que no sé qué útero pueden alegar—, no deberían tener remilgos en abogar por la supresión del domingo como día de fiesta, porque su insustituible raíz es pura y simplemente cristiana. ¡Cuánta hipocresía o, seamos benévolos, cuánta ignorancia!
¿Cómo es posible que con tantos millones y millones de luces, focos y luminarias de todas clases y colorines la humanidad siga ciega, sin ver el sentido de estas y otras fiestas, envuelta en las tinieblas, sin salir de la noche? ¡Qué enorme y tristísima paradoja!, ¡qué terrible y desconsolador oxímoron!: ciegos iluminados; ciegos inundados de luces por todos los ángulos de la rosa de los vientos y ciegos (in-videntes) por dentro como la negra noche de los tiempos.
¡Qué razón tenía el discípulo amado!: “La Palabra era la Luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (Jn 1,19), pero “los hombres amaron más las tinieblas que la luz” (3,19). Es una descripción fidedigna y real de lo que ocurre hoy, de lo que pasa en nuestras calles, en nuestras ciudades, en el mundo.
Tú Señor eres la lámpara que alumbras mis tinieblas
Pero no hay que tirar la toalla: “La luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la vencieron” (Jn 1,5). Si la creación del universo estalla con un rayo de luz, que rasga la nada tenebrosa y separa el día de la noche, ¡cuánto más el Verbo divino, Hijo del Padre, Luz de Luz, ilumina a todo hombre! Sí, yo también me siento ciego en mi vida, pero ese mismo Verbo encarnado, muerto y resucitado, vivo hoy para ti y para mí, Aquel que dijo “Yo soy la Luz del mundo” (Jn 8,12), me ha iluminado por dentro, no por fuera como las bombillas de nuestras ciudades —¡qué fuerza fulgurante la del bautismo!—, convirtiéndome en luz de su Luz, como dice el salmista: “Con tu luz nos haces ver la luz” (36,10), “el Señor es mi luz” (27,1).
Sí, el cristiano no brilla por luz propia, porque en el fondo es igual de oscuro y ciego como todos los demás nacidos de mujer y mordidos por el pecado original; pero más en el fondo aún, sí que brilla con la luz de Cristo, al concedernos su Padre, nuestro Padre, la misma naturaleza divina y, entonces, sí que brilla con luz propia, la misma de Jesús, la misma de Dios, porque “no soy yo quien vivo, sino es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20).
Por eso, ante tanto raudal de luces, bombillas, lucecitas y focos, a veces cegadores, en medio de las calles de mi ciudad protesto: ¡No quiero ser otro ciego iluminado! ¡Quiero ser un ciego iluminador!