«En aquel tiempo, se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: «Si quieres, puedes limpiarme». Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó diciendo: Quiero: queda limpio. La lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio. Jesús lo despidió, encargándole severamente: «No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés». Pero, cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado, y aun así acudían a él de todas partes». (Mc 1, 40-45)
Siempre una enfermedad infecciosa, máxime la lepra, es origen de alejamiento social y el contagiado queda excluido de la comunidad, pero cuando hay fe, este no se encoge de hombros y se queda a la espera de los tratamientos hospitalarios, sino que acude al Médico Divino, que le cura la enfermedad, le regenera, le restablece su dignidad y lo integra a la convivencia comunitaria.
¡Qué grande es el amor de Dios al hombre!
Dios no regatea molestias y tiempo, comprensión y cariño. Tú y yo, el otro y el de más allá, no debemos quedarnos encerrados en nosotros mismos, debemos presentarnos al Señor pidiendo curación de todas nuestras “nuevas lepras”. ¿Te has detenido alguna vez en recapacitar si has estado trabajando, viviendo y almacenando solo para ti?
Y ahora que ya estás jubilado o prejubilado, ¿sigues igual, tumbado a la bartola y aquí me las den todas? ¿O ya te has enfrentado al eterno enemigo del alma humana y has pensado unirte a esa multitud de generosas personas que apuestan por los marginados, ancianos, parados, drogadictos, emigrantes, enfermos, oprimidos, explotados, tristes y abandonados?
Dios y tus hermanos urgen de tu valentía y, de camino sanas de algunas de tus nuevas lepras. La salvación de Dios que Jesús trae no tiene fronteras; es para todos sin excepción y nos ilumina el sendero para sentirnos felices y salvos.
Miguel Iborra Viciana