Ciertamente vivimos en un tiempo apasionante, con grandes cambios y fuertes contrastes. Con muchísima frecuencia corremos el peligro del desánimo ante una puerta cerrada, sin reconocer que nos encontramos, más que con una cerrazón, ante una nueva posibilidad que, sí, nos es desconocida e incierta, pero supone una nueva oportunidad que nos hará experimentar y vivir una realidad nueva y enriquecedora para nosotros.
Partiendo desde aquí, querría exponer la concepción estética y ética que hoy me anima a intentar abrir la puerta que me encuentro enfrente. El primer hecho que constatamos en este tiempo es una gran separación —¿podríamos decir “abismal separación”?— entre el arte y la gente: es verdad que hay algunos que se dedican de una forma profesional al “negocio del arte”, pero muchas veces aparecen como una especie de club selecto con una sensibilidad excepcional, separada y superior respecto al resto de los mortales. Personalmente no pienso ni creo que sea así: por un lado estoy agradecido, y no lo ocultaré, por poder participar de esta “vocación” que es el arte, en concreto para mí la música, pero que más que un privilegio es un servicio, un regalo para el otro; y, por otro lado, soy absolutamente igual que otro, de ninguna manera por encima de nadie.
Entonces, ¿en qué consiste la tarea del artista? Supongamos por un momento que nos encontramos en una sala a oscuras y hay uno que sabe dónde esté la ventana, se acerca, levanta la persiana, aparta las cortinas y los rayos del sol inundan la estancia con su luz y calor. Este puede ser el artista, que participa total y radicalmente de la misma situación existencial y que, a la vez, intuye una realidad que le supera y de la cual todos necesitan participar. Así, podríamos afirmar que la “vocación” o llamada fundamental es la de acercar la Belleza para que nos “alimente” su luz y calor. Tantísimas veces no es más que un pálido reflejo, pero tan necesario y beneficioso para todos nosotros, que vale la pena —aun con mucha precariedad— el realizar este intento, a pesar de las exigencias que ello conlleva (estamos pensando en el duro trabajo al que debe someterse y la responsabilidad que debe afrontar, sin dejarse arrastrar por la búsqueda de la gloria, que es vana, o el afán de riquezas, que no dan la felicidad).
ética y estética son una
Unas veces hemos concebido el arte como una copia de la realidad y, otras, como una manera de alienarse, cuando su función fundamental y primordial es acercarnos la transcendencia. Para ilustrar esto qué mejor que dos pinturas. Al fijarnos en la de la izquierda, la “Última Cena” de Leonardo da Vinci, nos damos cuenta de que el punto de fuga va hacia lo profundo del cuadro, como invitando a ir para allá; es notable la diferencia respecto a la “Trinidad” de Andrei Rublev, la pintura de la derecha, en la que hay un aspecto que nos llama la atención respecto a la perspectiva: el punto de fuga está invertido. O sea, al prolongar las líneas nos encontramos con que, en cierto modo, la imagen viene a nosotros, nos trae lo que ella mismo significa.
Partiendo pues de esta concepción del arte y, avanzando un poco más, consideramos que es fundamental el contenido de la obra, por lo que se establece una relación entre la estética y la ética, lo bello y lo verdadero, la Belleza y la Verdad. Ciertamente, constatamos en nuestro trabajo diario que la manera con que un joven estudiante de piano, por ejemplo, cuando emprende el estudio y sobre todo la interpretación en público de una obra, esta viene condicionada, reforzada y mejorada cuando capta el contenido de la misma y lo intenta hacer suyo y transmitir. Así pues, observamos que debe haber cierta inteligibilidad del mensaje, aun siendo conscientes que la potencia estética traspasa la razón y llega a zonas más profundas, siendo esta una de sus riquezas.
Si buscamos alguno de los motivos que provocan la separación antes mencionada, y acotándola a la música —disciplina a la que me dedico— encontramos la gran dificultad que existe en escuchar; la incapacidad de prestar atención más de tres minutos, por lo que nos urge encontrar un lenguaje y recursos que nos permitan, contando con ello, vencer esa barrera.
Así pues, vemos importante el buscar un lenguaje sencillo, que no simplón, utilizando los recursos de los que disponemos en la actualidad pero no sobreponiendo el alarde técnico del músico a la propia música pues podemos ahogar con este deslumbre a la misma música, por lo que incluso puede resultar conveniente el “esconder” la dificultad inherente y presentarla con naturalidad, quitando de esa manera un obstáculo para el oyente.
comunión, la máxima perfección
Otra punto a tener en cuenta es el darle variedad al discurso musical, para lo cual pensamos que la duración de las piezas no debe ser excesiva, prefiriendo confeccionar una obra conformada por varias piezas que en su conjunto presenten una unidad, que el realizarla de un solo movimiento y larga, facilitando así su escucha y mejorando la capacidad de atención. Otro elemento que la enriquece es la variedad tímbrica, es decir, el uso de varios instrumentos o efectos sonoros, consiguiendo así crear una tensión y expectativa en el oyente y buscando despertar la sorpresa y posibilitar el asombro.
Para finalizar, querríamos referirnos a los participantes en el hecho musical. Podemos hablar del creador, en nuestro caso el compositor, el que idea y escribe la obra. Si bien es cierto que también nos referimos al intérprete, que viene a ser como un recreador en la medida en la que es él el que da vida a la obra (es evidente que si te muestro la partitura de la quinta sinfonía de Beethoven en sí misma no es más que un papel con manchas negras y no me podrás decir qué te parece hasta que la orquesta empiece a tocarla). ¡Son los músicos los que “encarnan” la escritura!
Pero esto no es completo, falta otro elemento fundamental: el oyente es parte integrante de la misma interpretación, es más, es el destinatario para el que está hecha, con quien había pensado el compositor para ofrecérsela como un regalo por medio del intérprete. Y hemos constatado en varios proyectos que hemos compuesto y realizado los últimos años (estoy pensando en “El pastor y el lobo”, un relato musical que hicimos el curso pasado, y en “Yo soy para mi amado”, estrenado recientemente) que el hecho de contar con jóvenes intérpretes derriba otra barrera en cuanto a los prejuicios de si los artistas son gente distinta: la disposición y apertura del oyente es mucho mayor al contemplar y oír a un “cuerpo” con varios miembros de distintas edades y condiciones. Y, más aún, en el oyente brota una admiración al contemplar la obra y surge la gratitud hacia el compositor, de manera que se produce lo más difícil todavía al entrar en relación todos los participantes y darse entre ellos de alguna manera la “común-unión”.
Pensamos que este aspecto es el básico de la expresión artística, por el que hay que trabajar, investigar, caminar, pese al riesgo de los tropiezos y equivocaciones que puedan darse, pero por el que toda la labor cobra sentido y merece la pena. Con lo cual, podemos establecer que, siendo importante el planteamiento conceptual, la perfección técnica y la actitud receptiva, la máxima perfección es la comunión, el amor.
Participantes en el preestreno de “Yo soy para mi amado”, en marzo de 2015