P. Antonio Pavía«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: “No penséis que he venido a la tierra a sembrar paz; no he venido a sembrar paz, sino espadas. He venido a enemistar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; los enemigos de cada uno serán los de su propia casa. El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí; y el que no coge su cruz y me sigue no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mi la encontrará. El que os recibe a vosotros me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado; el que recibe a un profeta porque es profeta tendrá paga de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo tendrá paga de justo. El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pobrecillos, solo porque es mi discípulo, no perderá su paga, os lo aseguro”. Cuando Jesús acabó de dar instrucciones a sus doce discípulos, partió de allí para enseñar y predicar en sus ciudades». (Mt 10,34-11)
Entre la infinidad de matices catequéticos que nos ofrece este pasaje evangélico nos decantamos por uno que nos llama poderosamente la atención; me refiero al hecho de que, como dice Pablo, el hombre en Jesucristo es creado de nuevo: “El que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo” (2Co 5,17).
De eso se trata, de nacer de nuevo dejando atrás —como si fuese la piel, ya caduca, que da paso a la nueva— al hombre viejo; es el “nacer de lo alto” —desde Dios— que Jesús anunció a Nicodemo (Jn 3,3). La verdad es que el pobre hombre, a pesar de ser doctor de la ley, no entendió gran cosa; claro que, por otra parte, tampoco los apóstoles entendieron el Evangelio de Jesús y su misión hasta que —y como fruto de su victoria sobre la muerte— les envió el Espíritu Santo, “el Espíritu de la verdad que habría de guiarles hasta la verdad completa” (Jn 16,13).
Como ya he anunciado, encuadro el Evangelio de hoy en la línea de la nueva creación del hombre por obra y gracia del Hijo de Dios. Creo que más de uno pensará qué tiene que ver lo de posponer, dejar de lado padre, madre, hermanos, hermanas, etc., para llegar a ser dignos de seguir al Hijo de Dios.
Para entender esta relación hemos de ir al centro neurálgico de esta catequesis. No se trata de despreciar nada, ni mucho menos a personas concretas de nuestro entorno familiar; los fanatismos nunca han venido de Dios. De lo que se trata es de que, así como en el primer nacimiento se sufre —como dicen los psicólogos— una situación traumática por el hecho de que el neonato debe abandonar una seguridad que es el útero materno, y se adentra a lo desconocido y nuevo, también el que accede a la nueva creación vive una situación parecida: la de romper con todos aquellos lazos que impiden la nueva vida ofrecida por Jesús.
En definitiva, cortar con los cordones umbilicales que impiden al hombre dirigir sus pasos en el seguimiento al Hijo de Dios, el único que tiene palabras de Vida eterna (Jn 6,68) capaces de reengendrar al hombre nuevo, como dice el apóstol Pedro: “Habéis sido reengendrados de un germen no corruptible, sino incorruptible, por medio de la Palabra de Dios viva y permanente” (1P 1,23).
Así es. No se trata, pues, de despreciar a nadie, menos aún de odiar, sino de saber escoger. Por supuesto que entre los lazos con los que el mundo intenta retener a los llamados al seguimiento del Señor Jesús, sí es posible que algunos de ellos sean tejidos por miembros de la propia familia. Es entonces cuando ser digno del Hijo de Dios, de su llamada al discipulado, implica seccionar estas ataduras que intentan retenerle.
De todas formas, la experiencia nos dice que la oposición que haya podido ejercer la propia familia respecto a alguno de sus miembros por su seguimiento a la llamada de Jesús, suele convertirse con el tiempo en cercanía y amor entrañable; y, por encima de todo, saber que, sean cuales sean los acontecimientos, ¡Dios todo lo hace bien!