Ante el pretendido clamor de que Él no existe, o de que, si existe, es superfluo, se eleva otro clamor mucho más elocuente y audible: es posible que Dios no exista…; pero nuestros vacíos, esos sí, esos sí que son reales y están ahí; y, además, todos, absolutamente todos los tenemos. Son vacíos que vienen en nuestra ayuda, pues son ellos los que gritan que alguien ha de existir para llenarlos. De no ser así, es tal el absurdo de la existencia que cualquier otra alternativa no es sino una salida en falso. Nos viene bien citar al autor anónimo francés del siglo XIII que escribió «Todos mis vacíos están llenos de Ti, mi Dios».
Él, el que llena nuestros vacíos, nos buscó primero. La encarnación de Dios supone para el hombre el abrazo que le da la vida. No nos podríamos apretar jamás contra Él si Él no se hubiese apretado antes contra nosotros.
El abrazo —apretarse de Dios contra el hombre— viene preanunciado de muchas maneras a lo largo del Antiguo Testamento. Todas ellas son como un resonar de trompetas anunciando que Dios, que es Vida, no permanece indiferente ante nuestra terquedad de apretarnos contra la desesperanza y el absurdo. Escuchemos el testimonio y preanuncio que nos llega de la mano del profeta Elías.
Lo encontramos hospedado en la casa de una viuda en Sarepta de Sidón. Esta mujer tiene un hijo pequeño y acepta compartir con el profeta sus últimos recursos de los que dispone. Elías, en nombre de Dios, multiplica sus provisiones, lo que provoca el respeto religioso de esta mujer hacia él. En éstas, el niño muere y, desesperada, acude al profeta. Veamos lo que hace Elías para impetrar de Dios la vida del niño: «Se tendió tres veces sobre el niño, invocó a Yahvéh y dijo: Yahvéh, Dios mío, que vuelva, por favor, el alma de este niño dentro de él. Yahvéh escuchó la voz de Elías, y el alma del niño volvió a él y revivió» (1R 17,21-22). Cuando esta mujer recibió a su hijo lleno de vida, exclamó: «Ahora sí que he conocido bien que eres un hombre de Dios, y que es verdad en tu boca la palabra de Yahvéh» (1R 17,24).
Si Elías, portador de la Palabra del Dios vivo, alcanzó de Yahvéh devolver la vida a un muerto apretándose contra él, ¡cómo será la vida que la Palabra del Padre da a todo aquel que ha contactado con ella!
Israel, pueblo de hombres y mujeres gigantes en la fe, ha recibido el privilegio del acceso a la sabiduría de Dios. Él mismo ha sido su instructor y su maestro. Israel conoce así el poder creador de la Palabra y tiene conciencia de que su supervivencia depende de que, no obstante sus pecados, Dios le siga hablando. Es un pueblo santo, sabio y, también pecador; y, en cuanto tal, terco, reacio a obedecer a Dios. Antepone su propia voluntad a la suya. Cada vez que encuentra un nuevo mar Rojo en su vida desconfía de Dios. En los momentos en que es llamado a apelar a los memoriales de salvación que tejen su historia, es vencido por sus miedos.
Israel es un espejo de lo que somos todos. Es una puesta en escena del poder de los miedos cuando éstos tienen nombre y apellido. Este pueblo es para todos una denuncia permanente que saca a la luz nuestras desconfianzas con respecto a Dios. Aun así, Israel es un pueblo sabio. Y lo es porque incluso en esta su precariedad con respecto a la fe, tiene conciencia de que su peor desgracia sería que Dios le privara de su Pa- labra. Eso sería señal de que se ha desentendido de él. Sería su muerte.
Israel mantiene una relación con Dios muy peculiar, que en realidad es la única posible. Es una relación en la que el amor lo pone Él. No son pocas las veces en que el pueblo quiere quitarse a Dios de encima como si fuera un estorbo: «Mi pueblo consulta a su madero, y su palo le adoctri- na (maderos y palos representan los ídolos), porque un espíritu de pros- titución le extravía y se prostituyen sacudiéndose de su Dios» (Os 4,12).
Se riza el rizo del capricho y del infantilismo. Israel sí se cree con el derecho de desentenderse de Dios y, de hecho, lo hace; sin embargo, no le pasa por la cabeza que, a su vez, Dios se desentienda de él. Parece algo surrealista, pero es verdad; y serán los mismos profetas los que, viendo que el pueblo —llamado a ser luz de las naciones— se ha convertido en una debilísima y mortecina mecha, vengan en su ayuda gritando una y otra vez a Yahvéh: «¡No te deshagas, no te desentiendas de nosotros!» (Jr 14,9). ¡No te deshagas, no nos arrojes a la orfandad, no nos prives de tu Palabra, ella que nos muestra el amor y la bondad de tus entrañas…! ¿O es que ella se acabó para siempre? Grita, casi desesperado, el sal- mista (ver Sal 77,9-10).