El que viene de lo alto está por encima de todos. El que es de la tierra es de la tierra y habla de la tierra. El que viene del cielo está por encima de todos. De lo que ha visto y ha oído da testimonio, y nadie acepta su testimonio. El que acepta su testimonio certifica que Dios es veraz. El que Dios envió habla las palabras de Dios, porque no da el Espíritu con medida. El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en su mano. El que cree en el Hijo posee la vida eterna; el que no crea al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él. (San Juan 3, 31-36)
No puedo dejar de referirme a la primera lectura de la eucaristía de hoy de los Hechos de los Apóstoles (5, 27-33), que nos ofrece un mandato muy importante. “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”. En mi vida personal lo he tenido en cuenta, sobre todo desde que en el prólogo a uno de mis primeros libros, titulado Soy un hombre libre (1995) el cardenal Arzobispo de Toledo, D. Marcelo González Martín, incluyó esta frase entre sus palabras.
Y ahora el evangelio de san Juan, que nos llega en los inicios del tiempo de Pascua. En la solemne Vigilia Pascual hemos renovado las promesas bautismales, y por tanto estamos preparados, con la fuerza del Espíritu, a realizar la misión que este evangelio nos recuerda: debemos nacer de lo alto, es decir del agua y espíritu. De nuevo la invitación a vivir de los frutos del bautismo, como un inmenso regalo: vivir la triple misión que tenemos todos los bautizados: ser sacerdotes, profetas y reyes, que siempre resumo en tres verbos: rezar, predicar y servir. No es posible servir a los demás sin oración; no podemos proclamar la Buena Noticia del Amor de Dios a esta generación sin oración. Tener intimidad con el Señor Jesús, el Hijo de Dios, es la condición para poder realizar nuestra misión. Es una invitación a todos a vivir ambicionando lo mejor: la santidad, ser santos, no como una exigencia sino como un don del Padre. Esta triple misión es para todos los cristianos, todos llamados a la santidad, a vivir gracias al Espíritu Santo, gracias a experimentar en nuestra vida la gratuidad de la fe. No es solo para unos cristianos de “primera clase”, un grupo de selectos. Lo que cambia al hombre es la experiencia pascual, la certeza de haberse encontrado con el rostro amoroso de Cristo, sentirse perdonado de los pecados y saberse amado de Dios.
Los cristianos estamos llamados a generar y transmitir esperanza. Con la que está cayendo, con tanta noticia de corrupción, con el drama de los refugiados, el desempleo, la violencia creciente que se percibe en ambientes de ocio o en las familias, la desilusión… tal vez nos aterra hablar de esperanza. ¿Tenemos miedo de que con el sufrimiento del mundo se nos califique de estar fuera del mundo, de pertenecer a otro mundo? Se nos invita no sólo a vivir en la esperanza, a no conformarnos simplemente con ser ”buenos cristianos”, cumplidores… Vivir de los frutos de la Pascua y del bautismo es ser signo del Amor de Cristo resucitado, es ser sembradores de esperanza en un mundo que sufre y que parece se siente sumergido en la amargura y la desesperanza.
¿Es esto posible para cristianos como nosotros, manifiestamente débiles y pecadores? Sí, pero para ello tenemos que creer que el Señor nos regala la vida eterna en primicia aquí en la tierra. Si nos sentimos queridos del Padre podremos vivir en la dimensión pascual y evangelizar, como humildes vasos de barro, en nuestros ambientes. ¿Estamos dispuestos a comunicar la grandeza de ese Amor a quienes viven a nuestro lado y están ansiosos de escuchar esa Buena Noticia? Lo dice este evangelio: “El que cree en el Hijo posee la vida eterna; el que no crea al Hijo no verá la vida”.