«En aquel tiempo, decía Jesús: “¿A qué se parece el reino de Dios? ¿A qué lo compararé? Se parece a un grano de mostaza que un hombre toma y siembra en su huerto; crece, se hace un arbusto y los pájaros anidan en sus ramas”. Y añadió: “¿A qué compararé el reino de Dios? Se parece a la levadura que una mujer toma y mete en tres medidas de harina, hasta que todo fermenta”». (Lc 13,18-21)»
Yo estoy segura de que todos conocemos a personas así, personas que fermentan la masa. Personas de las que se puede decir, al final de su vida, este verdaderamente ha vivido como un hijo de Dios. De eso se trata. De que fermentando la masa hagamos Iglesia. Porque Jesús habla del reino de Dios, pero ¿dónde está ese reino? En el corazón de cada hombre habitado por Dios. Ahí está el reino. Porque ahí es donde el Padre verdaderamente reina. En la persona que se estremece ante su Palabra y la pone en práctica.
Estoy segura de que conocemos personas que se han convertido en árboles robustos donde han anidado todo tipo de aves… Personas que han dado mucho fruto, personas que con su sabiduría y buen hacer han “contagiado” a otros. Esos, esos árboles estaban al lado de la corriente de agua…, porque se dejaron nutrir, se dejaron hacer por Dios. Y el bien es contagioso, y una vida salva a otra vida, y como decía un amigo mío “nos tenemos que salvar en racimos”. Sí, en racimos.
Así que, comencemos por nutrirnos, por estar cerca de la acequia, por dejar que la Palabra de Dios penetre en nosotros como espada afilada, sin “alborotarnos”, sin defendernos ante ella. La Palabra nos irá nutriendo, y quizás un día podamos hacer obras de vida eterna casi sin enterarnos. Porque ya no seremos Pepito o Juanita, seremos personas habitadas por Cristo Jesús. Y eso, hermanos, marca la diferencia para aquellos con los que nos relacionamos.
Victoria Luque